Los recientes hechos ocurridos en el Centro Histórico de Lima durante la última jornada de protestas han puesto en evidencia un nivel de violencia y organización que desborda cualquier manifestación ciudadana legítima. Lo ocurrido ya no puede calificarse simplemente como desmanes o excesos: se trata de actos planificados y ejecutados con clara intención delictiva. Así lo ha señalado el alcalde de Lima, Renzo Reggiardo, al confirmar que, durante la víspera de la marcha, sujetos desconocidos sabotearon el sistema de videovigilancia municipal, cortando la fibra óptica principal en tres puntos distintos. Este hecho, que dejó fuera de servicio casi la totalidad de las 444 cámaras de seguridad, demuestra la existencia de una estructura criminal detrás de los disturbios.
El sabotaje no fue casual ni improvisado. Se trata de una acción coordinada para dejar a la ciudad sin ojos justo antes de una jornada de protesta que terminó con enfrentamientos, ataques a efectivos policiales, daños a la propiedad pública y privada, y lamentablemente, con una víctima mortal: el joven Eduardo Mauricio Ruiz Sanz, de 32 años. La Municipalidad de Lima ha puesto las imágenes del hecho a disposición del Ministerio Público, con el fin de esclarecer las circunstancias de su muerte y determinar responsabilidades. Esa investigación debe avanzar con celeridad, sin manipulación política ni mediática.
Pero hay un punto que no puede pasarse por alto: los ataques a los efectivos policiales fueron brutales y sistemáticos. Cerca de 80 agentes resultaron heridos, agredidos con piedras, pirotécnicos y bombas molotov. Estas no son herramientas de protesta, sino de guerra callejera. Quien acude a una marcha con ese tipo de armamento improvisado no busca expresar una demanda, sino sembrar el caos y desafiar al Estado. La policía cumple una función constitucional de resguardo del orden y la seguridad, y debe ser protegida, no atacada.
El alcalde Reggiardo ha solicitado al presidente de la República que declare el Centro Histórico de Lima intangible para marchas y movilizaciones. Es una medida polémica, pero comprensible ante la magnitud de la amenaza. No puede permitirse que el corazón histórico del país se convierta en un campo de batalla recurrente. El daño a la infraestructura, a los comercios y a la imagen misma de la capital es enorme, y los responsables deben responder ante la justicia.
El derecho a la protesta está garantizado por la Constitución, pero ese derecho se extingue cuando se convierte en un acto de violencia o destrucción. Es tarea de las autoridades distinguir entre quienes marchan de buena fe y quienes se infiltran para provocar el caos. Y es deber de todos los peruanos rechazar con firmeza la violencia venga de donde venga. La democracia no se defiende con piedras ni bombas molotov, sino con responsabilidad, diálogo y respeto al orden.
Que se investigue y se esclarezca la muerte ocurrida en la Plaza Francia, pero que también se castigue a quienes atentaron contra los policías y sabotearon el sistema de seguridad. Lo que está en juego no es solo la paz pública, sino la autoridad misma del Estado.