El reciente video difundido por un programa dominical, en el que se aprecia a la congresista Lucinda Vásquez siendo atendida por uno de sus trabajadores mientras le corta las uñas en plena oficina del Congreso, constituye un acto indignante y denigrante que refleja el nivel de degradación al que ha llegado una parte del poder legislativo en el Perú. Este episodio no es una simple anécdota de mal gusto: es la manifestación más cruda del abuso de poder, el desprecio por las normas laborales y la pérdida de sentido del servicio público.
Resulta inconcebible que un parlamentario, elegido para representar los intereses de la ciudadanía, utilice a su personal pagado con dinero del Estado para cumplir funciones domésticas o personales. La escena difundida es una humillación no solo para el trabajador involucrado, sino para toda la institución del Congreso, cuyos miembros deberían ser ejemplo de conducta ética y respeto a la dignidad humana. Que este hecho haya ocurrido dentro de una oficina legislativa y en horario laboral agrava aún más la falta.
El presidente de la Comisión de Ética Parlamentaria, Elvis Vergara, ha anunciado que solicitará formalmente la apertura de una investigación contra Vásquez. Es lo que corresponde, pero la experiencia nos obliga a ser cautelosos: muchas veces estos procesos terminan archivados o manipulados por intereses políticos, alimentando la percepción ciudadana de que en el Congreso todo se perdona mientras haya alianzas o conveniencias. Lo mínimo que se espera es una investigación célere, imparcial y ejemplar, porque lo que está en juego no es solo la conducta de una parlamentaria, sino la credibilidad de todo un poder del Estado.
No hay que olvidar que esta no es la primera denuncia que pesa sobre la congresista. Lucinda Vásquez ya enfrenta otra investigación por el presunto recorte de sueldos a trabajadores de su despacho, práctica ilegal y repudiable que también refleja una visión feudal del poder. Que ahora se sume este nuevo caso evidencia un patrón de comportamiento que no puede ser ignorado ni minimizado.
El presidente del Congreso, Fernando Rospigliosi, ha calificado con razón este hecho como “una humillación para los trabajadores del Parlamento”. Otros congresistas, como Jorge Montoya y Carlos Anderson, han pedido sanciones drásticas y hasta una denuncia penal. No les falta razón: cuando un legislador cruza los límites del respeto y la decencia, no solo se burla de sus empleados, sino también de los ciudadanos que lo eligieron.
El descrédito del Congreso no es casual. Se construye día a día con este tipo de actos vergonzosos, con la falta de sanciones ejemplares y con la pasividad institucional frente al abuso. Por eso, la pregunta que hoy muchos se hacen ¿la castigarán? no es trivial. De la respuesta dependerá saber si aún queda algún resquicio de ética en una institución que parece haberla perdido.
El Parlamento debe demostrar que nadie está por encima de la ley ni de la moral pública. La sanción, si se confirma la falta, debe ser ejemplar, no solo para restituir algo de respeto al Congreso, sino también para enviar un mensaje claro: el poder no es un privilegio personal, es una responsabilidad pública. Y cuando se usa para degradar a otros, se destruye a sí mismo y a la democracia que dice representar.

