Editorial

Fiscal y abogado a botellazos: la vergüenza hecha justicia

Era lo único que faltaba. Como si no bastaran los escándalos que a diario golpean la débil credibilidad de nuestras instituciones, ahora tenemos que presenciar a un fiscal y a un abogado agarrándose a botellazos en un local público. Un espectáculo bochornoso, indignante y vergonzoso. Dos representantes de la ley comportándose como maleantes de esquina.

Las imágenes hablan por sí solas: un fiscal, botella en mano, agrediendo a un abogado; ambos fuera de sí, sin control, sin respeto, sin la más mínima noción de lo que significa su investidura. No es un pleito entre desconocidos ni una riña callejera cualquiera: es el retrato más nítido de la decadencia moral que corroe a nuestras instituciones.

Que un fiscal, encargado de perseguir el delito, termine comportándose como un delincuente, es una afrenta al Ministerio Público, al Estado y a todos los ciudadanos. Y que su contrincante sea un abogado, alguien que también juró defender la ley, solo agrava la indignación. En ese instante, ninguno representó la justicia: ambos representaron la vergüenza.

El Ministerio Público ha anunciado investigaciones, y la policía también. Pero eso no basta. Este no es un caso que pueda quedar en la simple anécdota de una borrachera o en un parte policial archivado. Este hecho debe tener consecuencias ejemplares. Un fiscal que pierde el control al punto de usar una botella como arma, no puede continuar ni un día más en el cargo.

En tiempos donde la inseguridad, la corrupción y la desconfianza han carcomido la fe de los ciudadanos en las autoridades, este suceso es gasolina al fuego. ¿Cómo exigir respeto a la ley cuando quienes deben encarnarla se comportan con semejante bajeza? ¿Qué autoridad moral puede tener mañana ese fiscal para acusar a alguien de violencia o de conducta impropia?

La justicia no puede ser defendida por quienes no la respetan. El Ministerio Público y el Colegio de Abogados deben pronunciarse con energía y sancionar sin titubeos. No hacerlo sería enviar el peor mensaje posible: que todo se puede perdonar, incluso la indignidad.

Lo ocurrido en Casma no solo es un escándalo local; es una muestra de cómo el respeto, la ética y la decencia se han ido por la borda. Si los guardianes de la ley se degradan al nivel del descontrol y la violencia, entonces el sistema entero hace agua. Y frente a eso, no caben excusas: la vergüenza debe tener consecuencias.