En los últimos tiempos, algunos sectores políticos han pretendido instalar en la opinión pública la idea de que en el Perú existen “perseguidos políticos”. Nada más alejado de la realidad. Lo que existe hoy es un proceso de justicia que, aunque imperfecto y muchas veces lento, está actuando frente a evidentes hechos de corrupción, abuso de poder y enriquecimiento ilícito. Confundir la aplicación de la ley con persecución política es un intento burdo de manipular a la ciudadanía y victimizar a quienes, en verdad, deben rendir cuentas ante el sistema judicial.
Durante décadas, el país ha soportado gobiernos y gestiones plagadas de escándalos. Desde el más alto nivel del Ejecutivo hasta los municipios más pequeños, la corrupción ha socavado la confianza ciudadana y debilitado las instituciones. Hoy, cuando el Ministerio Público y el Poder Judicial actúan procesando, investigando o dictando medidas restrictivas contra exmandatarios, congresistas o funcionarios, no se trata de una revancha política, sino de una respuesta necesaria del Estado frente a delitos cometidos desde el poder.
Los políticos que ahora alegan ser “perseguidos” fueron, en su momento, los mismos que desde sus cargos despreciaron la ley, manipularon el sistema y utilizaron el discurso político para encubrir sus actos. Ahora que las investigaciones los alcanzan, buscan ampararse en el argumento de la persecución para distraer la atención y ganar simpatía en la opinión pública. Pero el Perú ya no es el mismo. La sociedad está más informada, más vigilante y menos dispuesta a tolerar la impunidad.
El respeto al debido proceso y a los derechos fundamentales debe mantenerse siempre, sin distinción ni favoritismo. Nadie debe ser condenado sin pruebas ni linchado mediáticamente. Pero, al mismo tiempo, nadie debe escapar de la justicia alegando motivaciones políticas inexistentes. El verdadero perseguidor de estos políticos no es un adversario ideológico ni un gobierno de turno: es la verdad, es la justicia, es la consecuencia de sus propios actos.
El país necesita dejar atrás la cultura de la impunidad y avanzar hacia una etapa de madurez democrática en la que los responsables de delitos asuman sus consecuencias. No hay persecución política cuando lo que se persigue es la corrupción. Lo que hay, en realidad, es el inicio de una larga tarea pendiente: limpiar la política de aquellos que la usaron para beneficio personal y devolverle su sentido más noble, el de servir al pueblo.
Solo cuando comprendamos que la ley debe ser igual para todos para el ciudadano común y para el político encumbrado podremos decir que el Perú está caminando hacia una verdadera justicia. Mientras tanto, no caigamos en el juego de quienes, para evadir su responsabilidad, buscan disfrazar de persecución lo que en realidad es justicia.
La justicia no persigue, corrige. Y quien nada teme, no huye de ella.

