Editorial

Diez años de datos ignorados, la herida abierta del Estado

La revelación hecha por el presidente José Jerí sobre la existencia de una base de datos que contiene diez años de llamadas telefónicas realizadas desde los penales del país debe ser considerada uno de los hallazgos más graves y perturbadores de los últimos años en materia de seguridad nacional. No se trata simplemente de un archivo técnico o de un repositorio olvidado dentro de una oficina estatal. Es, en esencia, la confirmación de que el Estado peruano tuvo durante una década una herramienta invaluable para combatir la criminalidad, pero la dejó abandonada, sin uso, sin análisis y sin consecuencias para quienes la ignoraron.

Si realmente existió este registro minucioso de comunicaciones efectuadas por internos incluyendo cabecillas de organizaciones criminales, extorsionadores, sicarios y operadores de redes delictivas el país tiene derecho a preguntarse cómo es posible que nadie dentro del aparato estatal haya tomado la decisión de emplear esa información. Estamos hablando de diez años de conversaciones que, en manos de un sistema de inteligencia eficiente, pudieron haber permitido desarticular bandas completas, anticipar atentados, frustrar planes de extorsión y conocer la estructura interna de grupos criminales que hoy actúan con total impunidad.

El presidente Jerí ha puesto sobre la mesa un cuestionamiento que, aunque incómodo, es imprescindible: ¿hubo autoridades que deliberadamente voltearon la mirada? ¿Se trató de simple negligencia, de miedo institucional o de complicidades que prefirieron el silencio antes que enfrentar a la delincuencia? Ninguna de estas preguntas tiene todavía respuesta, pero todas ellas reflejan la profunda crisis de responsabilidad que atraviesa el Estado peruano. Porque no basta con tener la tecnología, los datos o los recursos; lo determinante es la voluntad política de actuar.

El costo de esta indiferencia, como bien señaló el mandatario, es incalculable. Cada llamada ignorada pudo significar un crimen no evitado. Cada dato sin analizar pudo traducirse en una vida perdida. El país ha sido testigo de una escalada de violencia que no surgió de la noche a la mañana, sino que se alimentó de la desidia institucional. La delincuencia, consciente de la ineficacia del Estado, se fortaleció desde los propios penales, que se convirtieron en centros de operaciones para extorsiones, secuestros, amenazas y asesinatos.

Que el Gobierno actual se comprometa a investigar quiénes dejaron dormir esta información es un paso necesario, pero no suficiente. La ciudadanía exige algo más profundo: una ruptura real con la cultura de la inacción. El Estado debe garantizar que nunca más una herramienta clave para la seguridad se archive por comodidad o por intereses oscuros. Es momento de construir un sistema de inteligencia penitenciaria moderno, activo y riguroso, que no dependa de voluntades pasajeras, sino de políticas claras y sostenidas.

Diez años de silencio son demasiado. El país no solo merece respuestas; merece, sobre todo, que la seguridad deje de ser una consigna y se convierta en una prioridad real. Porque ignorar información que puede salvar vidas no solo es irresponsable: es imperdonable.