La reciente liberación de Stefan Jhosimar Vega Burga, intervenido por presunta extorsión en el distrito de Santa, ha provocado una justificada indignación en la Policía Nacional y en la ciudadanía. No se trata de un caso aislado ni de un simple desacuerdo entre instituciones; es un episodio que expone de manera cruda la falta de coordinación, criterios divergentes y vacíos en la respuesta del Estado frente a un delito que hoy aterroriza a empresarios, transportistas y ciudadanos de a pie.
La reacción del jefe de la Región Policial Áncash, general Ely Vargas Roca, fue un hecho sin precedentes: tuvo que trasladarse personalmente a Chimbote para denunciar públicamente que el Ministerio Público había liberado a un presunto extorsionador que, según la PNP, presentaba indicios razonables de participación en actos criminales. Cuando un alto mando policial ve la necesidad de hacer una protesta pública por la decisión de un fiscal, el mensaje es claro: algo no está bien y la ciudadanía merece explicaciones.
El general Vargas fue contundente al señalar que existían registros de llamadas vinculadas a bandas criminales y mensajes extorsivos relacionados al intervenido. Es decir, la Policía consideraba que había elementos suficientes para continuar la investigación con el detenido bajo custodia. Sin embargo, el fiscal Juan Esteban Hinostroza Solano dispuso lo contrario. En su decisión argumentó que el análisis técnico descartó que el celular incautado a Vega Burga contara con el chip de la línea investigada, el aplicativo WhatsApp asociado o rastros directos de comunicación con la víctima. Además, sostuvo que los mensajes intimidatorios continuaron llegando mientras el intervenido estaba bajo custodia, debilitando la hipótesis de su participación directa.
Si bien toda decisión fiscal debe basarse en elementos objetivos, tampoco es posible analizar la extorsión desde parámetros rígidos o tradicionales. Los propios especialistas policiales lo han advertido: las bandas criminales utilizan múltiples mecanismos para operar, incluyendo el uso de equipos prestados, clonación de IMEI e incluso la coordinación desde penales o desde el extranjero. El hecho de que los mensajes continúen enviándose no descarta la participación del detenido; por el contrario, encaja dentro del funcionamiento dinámico y descentralizado de estas organizaciones.
La Policía esperaba que el Ministerio Público actuara con un criterio de mayor cautela en un contexto donde la extorsión se ha convertido en una amenaza creciente que exige decisiones firmes y coordinadas. La liberación de un sospechoso en plena investigación no solo puede frustrar el trabajo policial, sino que envía un mensaje de desprotección a una ciudadanía que ya se siente vulnerada.
Además, el caso revela un problema de fondo: mientras la Policía y el Ministerio Público no compartan criterios uniformes frente a delitos complejos, la lucha contra el crimen organizado seguirá debilitada. Cuando un presunto extorsionador sale en libertad a pesar de indicios relevantes, la confianza en el sistema se resquebraja.
Hoy, más que nunca, las instituciones deben actuar unidas. Y si un fiscal toma una decisión tan polémica, debe explicarla con total transparencia. La ciudadanía merece ser protegida, no confundida. Y el crimen organizado no puede seguir encontrando resquicios en la falta de coordinación del Estado.

