Editorial

Un país donde los crímenes se acumulan y las soluciones no llegan

El reciente asesinato de dos personas en un restaurante del jirón Alfonso Ugarte, en el centro de la ciudad, cometido por un sicario en plena madrugada, vuelve a exhibir crudamente la fragilidad de nuestra seguridad ciudadana. No se trata de un hecho aislado ni excepcional: es, lamentablemente, otra muestra de una violencia que se ha vuelto cotidiana en nuestra provincia y en todo el país. Los crímenes se multiplican mientras las respuestas policiales brillan por su ausencia.

En nuestra jurisdicción, los casos se amontonan sin solución. Ahí están los asesinatos de los administradores de una obra en San Jacinto; el doble crimen en la avenida Meiggs, cerca del Trapecio, donde uno de los occisos era un ex policía; o el homicidio de un ciudadano que regresaba a su vivienda en El Porvenir. Ninguno de estos hechos ha sido esclarecido. Ninguno.

A ello se suma el impacto emocional y social del quíntuple asesinato en el asentamiento humano Las Quintanas, en Nuevo Chimbote, donde sicarios irrumpieron en un taller para ejecutar fríamente a cinco amigos que departían en una reunión. Un crimen brutal que, igual que los anteriores, quedó archivado en la penumbra de la ineficacia policial.

Pero el problema no es exclusivo de nuestra región. En todas las ciudades del país Lima, Trujillo, Arequipa, Piura, Chiclayo, Juliaca se repite el mismo patrón: sicariatos, extorsiones, robos violentos y desapariciones que rara vez encuentran responsables. La Policía Nacional parece desbordada, limitada y, en muchos casos, desconectada de las herramientas más básicas para resolver crímenes. La cifra de homicidios sin resolver es un indicador que no solo revela incapacidad operativa, sino una peligrosa normalización de la impunidad.

El comando policial local insiste en tener avances. Incluso el general, muy activo en su exposición mediática, durante los últimos ocho días, ha declarado tener identificado al asesino del caso del restaurante La Carpa. Pero estas afirmaciones, sin pruebas ni resultados concretos, parecen responder más a la presión de los periodistas que a un verdadero proceso investigativo. Mientras tanto, la ciudadanía sigue esperando capturas, pruebas, condenas y justicia… algo que nunca llega.

La raíz del problema es profunda y estructural. Desde hace más de una década la gestión policial ha retrocedido. Se debilitó la inteligencia operativa, se desarticularon cuadros especializados, se redujeron recursos y, lo más grave, se perdió la confianza ciudadana. Hoy, buena parte de la población no cree en la Policía. Y cuando una institución pierde credibilidad, pierde también la capacidad de prevenir, investigar y resolver.

Es evidente que el país ha cedido terreno ante el crimen organizado. La inseguridad no es ya una amenaza: es una realidad consolidada. Y mientras los delincuentes actúan con precisión, los organismos encargados de combatirlos parecen moverse con torpeza, lentitud y descoordinación.

Perú necesita recuperar con urgencia la inteligencia policial, la investigación científica del delito y la depuración interna. Sin estos pilares, cualquier intento de combatir el crimen será solamente reactivo y superficial. No podemos seguir normalizando que los asesinatos queden sin resolver, que los sicarios se paseen con impunidad y que la ciudadanía viva con miedo.

Un país donde la muerte no genera respuestas es un país en peligro. Y hoy, lamentablemente, el Perú avanza por ese camino. Solo un cambio profundo en la estrategia policial real, sustentado y sostenido podrá devolvernos la seguridad que merecemos.