Por: Jhon Pajuelo Iparraguirre (*)
¿Recuerdas cuando de niños creíamos en los políticos? Prometían que la injusticia acabaría y parecía suficiente confiar para que el país cambiara. Esa inocencia se perdió. Tras años de promesas rotas, traiciones y escándalos, una generación entera se alejó de la política, decepcionada.
En noviembre de 2024, el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) publicó una encuesta nacional que arrojó un dato preocupante: más del 60% de la población en general tenía poco o ningún interés en temas políticos.
Un estudio elaborado por el Centro de Investigación en Opinión Pública (CIOP) de la Universidad de Piura, presentado en setiembre de 2024, analizó la percepción de los jóvenes universitarios y encontró que el 58% no simpatizaba con ninguna tendencia política. Para un 40%, era irrelevante la procedencia ideológica de quien dirigiera la nación en los próximos cinco años. Además, un 87% consideraba que el equilibrio de poderes era deficiente: un 44% creía que existía “solo en algunas circunstancias” y otro 43% que simplemente no existía.
La indiferencia de los jóvenes ha permitido que se implante una dictadura sin dictador, producto de una alianza de corruptos o, mejor dicho, un “autoritarismo de coalición”. Pero ¿cómo hemos llegado hasta este punto? Como advierten Murakami y Pozsgai-Alvarez en un análisis de la democracia peruana durante la crisis política, publicado en 2024, la crisis política no comenzó en 2016: ya en los años 80 se observaba una primera fase de debilitamiento y fragmentación de los partidos. La actual sería una segunda fase, marcada por una polarización acelerada y profunda.
Antes de avanzar, es necesario definir autoritarismo de coalición. El concepto fue propuesto por el politólogo Omar Sánchez-Sibony en State-Society Relations in Guatemala, publicado en 2023, para describir un tipo de régimen en el que diversas élites políticas, económicas, militares y actores vinculados a economías ilegales actúan coordinadamente para limitar la competencia política y controlar las instituciones, sin necesidad de un líder autoritario único.
Para entender mejor lo que ocurre en el Perú, pongamos como ejemplo la novela Rebelión en la granja de George Orwell. En el relato, los animales expulsan al señor Jones con la ilusión de construir una sociedad más justa. Pero los cerdos, que inicialmente prometen igualdad, terminan replicando y superando los abusos del régimen anterior.
En esta distopía, los cerdos cambiaban las reglas de manera progresiva: una frase agregada, un matiz modificado, un beneficio discreto. Hasta que un día la norma original ya no existía. “Todos los animales son iguales” se convirtió en “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. El poder sin frenos los transformó y la tiranía reapareció disfrazada de un nuevo orden. Al final, como escribió Orwell, “los animales miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; pero ya no podían distinguir quién era quién”.
En este modelo dictatorial, la concentración de poder no surge de una figura individual, sino de una alianza que busca preservar sus intereses mediante el debilitamiento de los contrapesos democráticos. El Perú, desde hace años, vive un proceso progresivo y silencioso de concentración del poder en manos del Congreso.
Paso a paso, el Legislativo ha ocupado un espacio que no le corresponde, debilitando los fundamentos mismos de la democracia desde el año 2016. Lo vimos con Kuczynski, Vizcarra, Merino, Sagasti, Castillo y Boluarte. Vacancias, coronavirus, disoluciones, maniobras jurídicas, blindajes y un Congreso que ha hecho del “discurso del odio” su forma de operar.
No olvidemos que, con la Ley de Reforma Constitucional 31988, aprobada por el Congreso y publicada en el Diario Oficial El Peruano, se modificaron 50 artículos de la Constitución, incluyendo la reinstauración de la bicameralidad para 2026, pese a que el pueblo ya la había rechazado en el referéndum de 2018. También se eliminó la cuestión de confianza, impidiendo al presidente disolver el Legislativo, pero manteniendo intacta la facultad parlamentaria de vacar al presidente. El equilibrio democrático quedó restringido.
Todo esto ocurrió mientras el Congreso blindaba a Dina Boluarte en siete ocasiones, para luego deshacerse de ella cuando dejó de ser útil políticamente.
Según reportes periodísticos publicados en mayo de 2024 por La República, el Congreso actuó de forma coordinada para bloquear la salida de Boluarte. Ocho bancadas votaron en contra de admitir su vacancia a debate: Fuerza Popular, Renovación Popular, Avanza País, Alianza para el Progreso, Podemos Perú, Somos Perú, Acción Popular y el Bloque Magisterial. Entre estas, Fuerza Popular junto con APP, Renovación Popular y Avanza País la blindaron frente a siete mociones adicionales, según otro artículo del mismo diario.
Estas decisiones debilitan la lucha contra la corrupción, blindan a funcionarios cuestionados y archivan denuncias que deberían investigarse con rigor, incluyendo las muertes durante las protestas. A la vez, la Junta Nacional de Justicia y el Tribunal Constitucional han sido elegidos con procedimientos poco transparentes, y su legitimidad pública se ha deteriorado.
La consecuencia es un país donde la justicia se apaga, las instituciones pierden valor real y la ciudadanía se vuelve espectadora.
Aun así, queda esperanza. La democracia puede recuperarse si la ciudadanía decide actuar. El primer paso es no votar por partidos que ya demostraron desprecio por la transparencia. El segundo es exigir procesos legislativos claros. El tercero es elevar los criterios para ser congresista: se necesita formación, ética y verdadero compromiso. También urge reforzar la separación de poderes, hoy peligrosamente difuminada.
El freno vendrá de nosotros, los ciudadanos, que debemos recuperar el poder entregado. Solo recuperando nuestra verdadera fuerza popular podremos aspirar a un Perú libre de abusos.
Docente de Filosofía y Ciencias Sociales

