Por: Jhon Pajuelo Iparraguirre (*)
¿Alguna vez te has preguntado por qué odiamos a los políticos? ¿Por lo que dicen o por lo que hacen? ¿Verdaderamente son así, o han sido retratados por sus contrincantes? Las preguntas no buscan limpiarles la cara, sino entender la génesis del odio entre peruanos que piensan distinto. La frustración es evidente: prometen cambios y nada cambia. Por eso muchos prefieren alejarse de la política.
En las Elecciones Generales de 2026, más de 2.5 millones de jóvenes votarán por primera vez. Un estudio de Datum Internacional, realizado entre jóvenes de 17 a 23 años, reveló que el 65% no participaría “de ninguna manera” en política por desconfianza en los movimientos. Ocho de cada diez no han participado en actividades políticas. Un 62% reconoce estar poco o nada informado sobre la política nacional. El 40% está poco interesado y el 22% nada interesado. Estos datos muestran que la juventud tiene la capacidad de cambiar el rumbo del país, pero muchos no le otorgan la importancia que merece.
Muchos creen que pueden vivir al margen de la política. Pero Aristóteles nos recuerda que el ser humano es, por naturaleza, un animal político: solo en sociedad puede desarrollarse y realizarse plenamente.
Antes de avanzar, es necesario precisar qué entendemos por discurso de odio. Diversos especialistas lo definen como toda forma de comunicación que busca deshumanizar, demonizar o incitar hostilidad contra un grupo por sus ideas, identidad o posición política. No pretende debatir, sino fabricar enemigos y anular cualquier diálogo posible.
Ese mecanismo está retratado en la novela 1984 de George Orwell. En la obra, el Partido Interior entiende que un país unido prospera y, por tanto, amenaza su dominio. Para evitarlo, emplea el discurso de odio y la polarización. En los “Dos Minutos de Odio”, donde los espectadores descargan su frustración contra el enemigo del pueblo, Emanuel Goldstein y sus blasfemias contra el Gran Hermano. Orwell explica que “La represión sexual conducía a la histeria, lo cual podía transformarse en una fiebre guerrera y en adoración del líder”. El odio era útil; redirigía emociones, desviaba culpas y fortalecía al poder. ¿Te suena familiar? ¿Alguna vez te has preguntado a quién o quiénes te han enseñado a odiar?
Después de analizar cómo opera el discurso de odio en 1984, es difícil no sentir que en el Perú vivimos nuestro propio “Dos Minutos de Odio”, repetido cada día, cada hora y en cada pantalla. Durante años nos han vendido un conflicto entre una supuesta derecha y una supuesta izquierda. En las últimas elecciones presidenciales esa polarización se hizo evidente. El estudio de González, The political hate speech in the last Peruvian presidential election, publicado en 2023, concluye que existe una fuerte polarización alimentada por discursos que incitan al conflicto. Un sector afirma que el “comunismo” traerá pobreza y atraso; el otro acusa a su oponente de ser la continuidad de la corrupción y del saqueo nacional.
Pero cuando tomamos distancia, la realidad es más preocupante: no existe ideología, no existe proyecto de país, no existe izquierda ni derecha. Lo que sí hay es un grupo que se ha atrincherado en el Congreso para preservar sus beneficios, cuotas, arreglos y redes. Como sostienen Levitsky y Ziblatt en Cómo mueren las democracias, publicado en 2018, estas no colapsan por golpes de Estado, sino porque líderes electos erosionan lentamente las instituciones y las normas democráticas. Esa corrosión silenciosa es la que se esconde detrás del falso conflicto que nos han vendido.
La lectura de 1984 ilumina este fenómeno. Goldstein es un enemigo fabricado, exagerado y repetido hasta convertirse en verdad incuestionable. Esa fabricación también opera aquí mediante una vieja táctica: la falacia del hombre de paja, que consiste en deformar la postura del adversario para atacarla con facilidad. Cada extremo construye su propio Goldstein. El resultado: una población atrapada en un teatro político donde el odio es el guion principal.
Hemos aceptado que la política peruana es una guerra eterna entre bandos irreconciliables, cuando en realidad comparten métodos, silencios y beneficios. Mientras insultamos a quien piensa distinto, los verdaderos responsables evaden toda rendición de cuentas. La ciudadanía se enfrenta entre sí, mientras el poder se concentra y se corrompe en las mismas manos.
Este clima no es inofensivo. Erosiona la confianza, destruye el diálogo y vuelve cierta la vieja frase: “el peor enemigo de un peruano es otro peruano”. No hará falta un estallido para deteriorar el país; bastará dejar que la desconfianza se convierta en regla. Venezuela es un recordatorio cercano: allá, el odio político terminó devorándolo todo. No es casual que en 2017 se aprobara la Ley contra el Odio, que impone penas de hasta veinte años de prisión y ha sido denunciada por restringir la libertad de expresión.
Romper este ciclo exige desobedecer el guion del odio. Y aquí entran los jóvenes de la costa, sierra y selva; de universidades, institutos y barrios. Ellos pueden exigir una reforma constitucional que restablezca el equilibrio de poderes y devuelva legitimidad democrática al Estado.
Su protagonismo es obligatorio. Su fuerza proviene de su capacidad de imaginar un país sin disputas artificiales, donde debatir ideas no implique odiar al interlocutor. Un país donde la tolerancia vuelva a ser fundamental, como sintetizó Evelyn Beatrice Hall al explicar a Voltaire: “Puedo no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
La pregunta final es inevitable:
¿Estamos dispuestos a dejar de odiar al enemigo que nos inventaron para mirar de frente al verdadero problema?
(*) Docente de Filosofía y Ciencias Sociales
El cuento perfecto de la izquierda vs. Derecha:

