Opinión

Cuando la palabra pastoral necesita volver a ser consuelo…

Por: Dr(c). Miguel Koo Vargas

En los últimos días tomé conocimiento de un caso ocurrido en Chimbote que me llamó profundamente la atención, no solo por su trascendencia humana y espiritual, sino también porque involucra a una familia que conocemos y sentimos un especial aprecio. El padre de una joven abogada peruana, fallecida en circunstancias dolorosas en Estados Unidos, publicó un comunicado denunciando que, durante la misa por el primer aniversario de fallecimiento de su hija, el sacerdote celebrante empleó expresiones que, lejos de ofrecer consuelo, provocaron desconcierto, aflicción y una comprensible conmoción entre la comunidad presente.

Al encontrar la transmisión de la misa en la página de la Parroquia San Carlos Borromeo, decidí verla íntegramente, procurando emitir una opinión objetiva y justa. Tras revisarla, pude constatar que el sacerdote no afirmó que la joven estuviera condenada al infierno, como se interpretó en un primer momento. Sin embargo, sí recurrió a imágenes y descripciones doctrinalmente impropias para hablar del estado del alma de la difunta, afirmando que se encontraba en el purgatorio sola y sufriendo tormentos como si estuviera en “una olla de agua caliente”. Asimismo, describió un supuesto “camino solitario lleno de frío, viento y dunas”, y sostuvo temerariamente en varias ocasiones que el alma de la joven está “sin descanso”.

Es justo reconocer que la homilía del sacerdote, en su primera parte, se mantuvo dentro de un marco aceptable de reflexión sin errores doctrinales. Sin embargo, hacia el final de la celebración, concretamente después del rito de comunión, cuando la liturgia ya había concluido su momento propiamente exhortativo, añadió comentarios y descripciones que no solo fueron teológicamente inexactas, sino también impropias del momento litúrgico. La normativa de la Iglesia es clara: una vez culminada la comunión, el presbítero no debe introducir nuevas catequesis, advertencias o explicaciones doctrinales que no forman parte de los ritos prescritos. Hacerlo rompe la estructura de la misa y expone a los fieles a mensajes que, al no estar enmarcados en la homilía, carecen del discernimiento y prudencia que exige ese espacio litúrgico.

Por otro lado, aunque es comprensible que algunos sacerdotes utilicen frecuentemente imágenes fuertes o impactantes para despertar la conciencia moral de los fieles, en este caso, dichas metáforas no reflejan con fidelidad la doctrina de la Iglesia y, además, pueden tener un impacto emocional profundo en una familia aún atravesando un duelo indescriptible.

La doctrina católica es clara: la Iglesia no determina el destino concreto de ninguna alma, ni presenta el purgatorio como un espacio físico ni sensorial. Lo define, más bien, como un estado de purificación, sostenido por la certeza del amor de Dios y orientado hacia la esperanza plena del cielo.

No pretendo juzgar la intención del sacerdote, pues el ministerio del orden sacerdotal es una vocación profundamente humana, y todos estamos expuestos a errores, incomprensiones y límites personales. Sin embargo, sí es necesario subrayar la responsabilidad pastoral que la Iglesia confía a quienes predican desde el altar.

En funerales, misas de aniversario o celebraciones donde los sentimientos se encuentran a flor de piel, cada palabra tiene un peso sacramental. Es decir, puede curar o puede herir; puede abrir una ventana de esperanza o puede abrir más la herida de un alma que busca consuelo en los auxilios de la Iglesia.

Este caso nos interpela como comunidad creyente. La misericordia no es un concepto abstracto, se expresa en el modo de hablar, de acompañar, de mirar a quienes sufren. Así también la prudencia no es censura, es una forma de caridad con el prójimo. A veces los sacerdotes intentan ser rigurosos en la manera de predicar la doctrina, y eso está muy bien, pero bien dice San Pablo que si no tengo caridad, de nada me sirve todo lo demás. “Si repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo caridad, de nada me sirve.”

La Iglesia, consciente de estas exigencias, cuenta con mecanismos para corregir errores, acompañar a quienes se sienten afectados y ofrecer formación adicional a sus ministros cuando es necesario. Que existan estos caminos es una buena noticia, una Iglesia que escucha, rectifica y acompaña es una Iglesia que permanece viva y crece.

Cuando una familia lleva sobre los hombros el peso de una muerte dolorosa e injusta, el papel del sacerdote no debe ser lacerante, sino convertirse en un puente hacia la esperanza, una voz de consuelo y una presencia que haga visible el rostro de Cristo en medio de los que sufren, sin dejar de lado que una forma de caridad pastoral con los difuntos también es rezar por su eterno descanso.

Desde aquí, expreso mi saludo respetuoso y mi cercanía a la familia Pastor. Rezo para que encuentren consuelo, serenidad y luz en medio de este camino difícil. Y deseo de corazón que situaciones como esta no vuelvan a repetirse en ninguna parroquia.