Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Una vez, en mi ciudad, había una iglesia en cuyo frontispicio estaba la palabra “Gnosis”. Pocos hacían caso de ella y los rumores solo mencionaban que ahí adentro se ventilaba la idea de dos dioses: Dios Madre y Dios Padre. En fin, no pasó de ser una simple comidilla de la ciudad y quedó en el olvido pronto.
El tiempo, sin embargo, haría que la gnosis volviera a mi cabeza, esta vez de manera más seria. En verdad, todo cristiano se toma en serio cualquier cosa que trate sobre el origen de su religión. Pero, aunque se lo tome en serio, en general no se lo cree. Por ejemplo, hoy cualquier cristiano podría comprender que su religión fue (y lo seguiría siendo) una herejía, porque la verdadera y originaria religión fue la judía, de la que aquella se desprendió. Sin embargo, al diablo esta idea, ¿no?
Los gnósticos, como dije, regresaron a mi mente y hoy tengo en mi biblioteca un bloque de libros sobre ellos. En esencia, la gnosis significa conocimiento, y los gnósticos serían los que tendrían un conocimiento especial. ¿De qué? De cosas relacionadas a nuestra religión, aunque muchas de ellas contrarias a la ortodoxia. Si no, confírmelo con estos supuestos: según los gnósticos, Jesús tuvo un mellizo, Adán fue hermafrodita o, como lo señalé, creen necesariamente en dos dioses… Supongo que al diablo todo esto, otra vez.
Actualmente, los gnósticos no tienen voz, son cosa del pasado. Son, en verdad, y me hago eco aquí del especialista español Antonio Piñero, los perdedores de la historia. Al fallecer Jesús, sus seguidores estuvieron en disputa en cuanto al genuino mensaje de este. La disputa, con los años y los siglos, fue a muerte. Pablo y sus correligionarios (los católicos) ganaron para sí la oficialidad del mensaje, mientras que los demás cristianos no católicos (entre ellos, los gnósticos) se convirtieron en sectas reducidas y herejías perseguidas.
Hace pocos años estuve en el sur de Egipto y, sin darme cuenta, estaba pisando quizás el suelo de los últimos gnósticos. Hacia 1945, unos campesinos descubrieron por esa zona una jarra que contenía papiros y que, con el tiempo y la investigación ulterior, se revelaron como los manuscritos de Nag Hammadi (cincuenta y dos textos en total). Presumiblemente, ante la implacable persecución, los gnósticos buscaron ese rincón desértico para enterrar su legado.
Con mayor razón, continué hurgando en las obras de esos creyentes vencidos por la ortodoxia católica. La investigación ya ha sido profusa desde el hallazgo en Egipto. Se puede afirmar, con seguridad, que los gnósticos asumieron revelaciones e interpretaciones muy diferentes a los mantenidos por judíos y cristianos, pero que no necesariamente son inválidos por ser posteriores o absurdos. Más bien, se ha dicho que el original del Evangelio de Tomás (uno de los papiros de Nag Hammadi) dataría de los años 50 al 100 después de Cristo, lo que lo hace contemporáneo a los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.
Ciertamente, son dos las discusiones más encarnizadas que se dieron entre los gnósticos y los cristianos oficiales. La primera es relativa a la encarnación y resurrección de Jesús. Para la ortodoxia, la situación está resuelta; pero para los gnósticos, Jesús nunca fue carne (y solo un mero espíritu) o ya no reencarnará. En cuanto a la otra querella, ambos bandos se acusan de tergiversar la naturaleza de Dios. Los gnósticos en este caso son más impetuosos al reprochar a los católicos de creer en una falsa divinidad (el conocido Demiurgo) que, aunque creó este mundo, no es el auténtico Dios, sino que hay otro superior. El Evangelio de Judas, otro texto gnóstico, evidencia este reclamo.
El gnosticismo, históricamente, no es baladí. Es todo un sistema de pensamiento. Se mueve entre la filosofía, la cosmología y la soteriología. Es natural que los términos alambicados que utilizan para explicarse sean difíciles de aprehender: el Pleroma, los eones, los seres fílicos y tantas exquisiteces. Con sinceridad, más causan gracia que respeto. Aunque hubo un tiempo en que los hombres se lo tomaron muy en serio, que creyeron tanto en su verdad y que tuvieron la esperanza de que, al esconder su tesoro en el desierto, los de siglos venideros les podrían dar al fin la razón. Tómese mi artículo al menos como un pequeño homenaje.
Aquella iglesia gnóstica de mi ciudad ya no existe (he vuelto a pasar por el lugar) o quizá se haya mudado a un espacio más secreto, conforme a la naturaleza de su religión. Pero no se debe perder la fe: el gnosticismo reaparece, una y otra vez, para asombrar, para pasmar, no quiero decir para embelesar, ya que no quisiera enviar tantas cosas al diablo.
(*) Mg. en Filosofía
por la UNMSM

