Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
Fernando Rospigliosi, presidente del Congreso, no ha dicho nada nuevo. Ha dicho, simplemente, una verdad incómoda que durante años muchos prefirieron callar por miedo, conveniencia o complicidad: en el Ministerio Público se enquistó una mafia que utilizó la justicia como arma política.
No fue un error, no fue un exceso aislado ni una mala interpretación de la ley. Fue un sistema. Una red organizada que operó durante años persiguiendo a quienes consideraba una amenaza para sus intereses, obedeciendo directrices que no nacían en los despachos fiscales, sino fuera de ellos. Fiscales de la Nación, jueces y operadores judiciales fueron reducidos a meros ejecutores serviles, piezas intercambiables de una maquinaria perversa.
Como en las organizaciones criminales más conocidas, el método era siempre el mismo: primero se fabricaba el relato, luego se filtraba selectivamente a una prensa complaciente, y finalmente se ejecutaba el castigo. No importaban las pruebas, los indicios o la verdad. Bastaba una “narrativa”, una acusación inflada y titulares ruidosos para justificar prisiones preventivas que se convirtieron en condenas anticipadas.
Estas fiscalías “especializadas” no combatían la corrupción ni el lavado de activos. Estaban especializadas en persecución política. Eran verdaderos sicarios políticos disfrazados de fiscales. Criminales con toga. Personas que usaron el poder del Estado para destruir adversarios, amedrentar a la clase política y enviar un mensaje claro: nadie está a salvo si se cruza el camino equivocado.
Las consecuencias fueron devastadoras. Alan García fue llevado al límite, acorralado por una persecución sin pruebas sólidas, hasta un desenlace que marcó una de las páginas más trágicas de nuestra historia reciente. Keiko Fujimori fue encarcelada injustamente tres veces, privada de su libertad sin sentencia, sin delito probado y en abierta violación del debido proceso, como finalmente lo reconoció el Tribunal Constitucional. Empresarios fueron arrastrados al fango mediante figuras delictivas inexistentes, destruyendo reputaciones y proyectos de vida.
Nada de esto habría sido posible sin una prensa que abandonó su rol fiscalizador para convertirse en caja de resonancia de estas operaciones. Una pseudo prensa de “investigación” que no investigaba, sino que recogía migajas informativas entregadas como primicias por fiscalías politizadas. Periodistas que competían por tener en sus sets a estos operadores judiciales para que les regalaran titulares, mientras se silenciaban las voces críticas y se estigmatizaba a cualquiera que osara cuestionar el abuso.
Este ciclo de abuso debe terminar. Y todo indica que, por fin, se está comenzando a cerrar. La decisión del actual Fiscal de la Nación de desactivar estos grupos especiales y apartar a sus principales operadores es un paso necesario y largamente esperado. No es venganza, es justicia institucional. No es impunidad, es depuración. Resulta además significativo que quien hoy toma estas decisiones haya sido también víctima de esta maquinaria.
El Perú no necesita una justicia vengativa ni politizada. Necesita una justicia firme, pero justa; independiente, pero responsable. Una justicia que respete los límites de la ley, los derechos humanos y el debido proceso. Una justicia que no responda a agendas ocultas ni a operadores en las sombras.
Este capítulo oscuro debe cerrarse con claridad y sin medias tintas. Los fiscales y jueces que se prestaron para la persecución política deben responder. No por revancha, sino por el daño causado a la democracia, a las instituciones y a la confianza ciudadana. Nunca más la justicia puede ser usada como garrote político. Nunca más criminales con toga decidiendo el destino del país.

