El fuerte movimiento sísmico registrado el sábado por la noche y que tuvo como uno de sus puntos de mayor percepción a Chimbote, extendiéndose además a por lo menos tres regiones más del país, nos vuelve a enfrentar con una realidad que muchas veces preferimos ignorar: vivimos en una zona altamente sísmica y estamos permanentemente expuestos a eventos de gran magnitud. No se trata de alarmismo, sino de memoria y responsabilidad. La historia, desde el devastador terremoto del 31 de mayo de 1970 hasta los movimientos más recientes, nos recuerda que la naturaleza no avisa y que sus consecuencias pueden ser devastadoras si no estamos preparados.
El Perú se encuentra en pleno Cinturón de Fuego del Pacífico, una de las zonas de mayor actividad sísmica del planeta. El constante choque entre la placa de Nazca y la placa Sudamericana genera tensiones que, tarde o temprano, se liberan en forma de sismos, algunos de ellos con capacidad destructiva. Este conocimiento no es nuevo, es ampliamente difundido por la comunidad científica y por el propio Instituto Geofísico del Perú. Sin embargo, el problema no radica en la falta de información, sino en la escasa cultura de prevención que persiste tanto en las autoridades como en la ciudadanía.
Cada sismo fuerte reabre el debate sobre qué tan preparados estamos. La respuesta, lamentablemente, suele ser la misma: poco o nada. La prevención no puede limitarse a mensajes reactivos después de la emergencia, ni a simulacros esporádicos que muchas veces se cumplen solo de manera formal. Debe ser una política constante, sostenida y transversal. En ese sentido, el Instituto Nacional de Defensa Civil (INDECI), a través de los gobiernos regionales y locales, tiene un rol fundamental que va más allá de la respuesta ante desastres: su principal norte debe ser la prevención.
La prevención implica planificación urbana responsable, fiscalización estricta de las normas de construcción, identificación de zonas de alto riesgo y educación permanente de la población. No es aceptable que se sigan permitiendo edificaciones precarias, asentamientos humanos en zonas vulnerables o infraestructuras públicas sin condiciones mínimas de seguridad. Cada omisión en este campo es una tragedia anunciada.
Pero la responsabilidad no recae únicamente en el Estado. Como ciudadanos, también debemos asumir un compromiso real. Contar con un plan familiar de emergencia, identificar zonas seguras en el hogar, preparar una mochila de emergencia y participar activamente en los simulacros no son acciones menores ni exageradas; son medidas básicas que pueden salvar vidas. La prevención empieza en casa y se fortalece en comunidad.
El sismo de la noche del sabado debe ser entendido como una advertencia, no como un hecho aislado que pronto quedará en el olvido. No sabemos cuándo ocurrirá el próximo movimiento de gran magnitud, pero sí sabemos que ocurrirá. La diferencia entre una tragedia y una respuesta eficaz estará marcada por el nivel de preparación que tengamos como sociedad.
Recordar que vivimos en una zona sísmica no debe generar miedo, sino conciencia. La naturaleza seguirá su curso; nuestra obligación es estar preparados. La prevención no puede seguir siendo una tarea pendiente. Es, hoy más que nunca, una urgencia nacional.

