Por: EDUARDO ZAPATA (*)
El solo recuerdo de una gran inflación económica nos aterra a todos. Y –con toda razón– hoy debemos estar más atentos que nunca a evitar transitar los caminos que nos conducirían a ella. Sin embargo, como lingüista constato una vez más el asomo de un fenómeno más corrosivo aún: el de la inflación lingüística. La emisión inorgánica –y, entonces, sin respaldo– de discursos que, por su ambigüedad, fácilmente nos pueden conducir a la otra inflación.
En su excelente libro La revolución capitalista en el Perú, Jaime de Althaus desmontaba –con cifras, testimonios, hechos tangibles y lógica implacable– los supuestos argumentos de los enemigos del modelo económico actual, señalando que estos sólo anuncian “Una suma… de efectos nefastos y hasta apocalípticos, al lado de los cuales la estabilidad económica alcanzada, único logro que se reconoce, no llegaría siquiera a la categoría de consuelo porque lo que tendríamos sería algo parecido a la paz de los cementerios”.
Como lo subraya de Althaus “la ideología socialista que prometía el Edén sin haber trabajado (subrayado nuestro) para conseguirlo, ha alimentado la impaciencia popular.”. La irresponsable prédica de personas y grupos de interés que –Silvio Rodríguez dixit– pretenden vender “un pasado en copa nueva” ha amplificado el efecto.
Sin embargo, la gente no está únicamente impaciente con la economía. Lo está seguramente más con el Estado y sus actores políticos. Reclama una nueva forma de hacer política, con rostros frescos y verdadera autoridad moral; exige competencia y capacidad en quienes son sus empleados: todos los servidores públicos, desde el Presidente hasta el más modesto.
La inflacionaria multiplicación de mesas de concertación para cualquier cosa daría la impresión –a veces y como ejemplo– de que la visión de país de sus promotores es la de un gran restaurante. Donde los indoctos comensales por añadidura, jamás comerían porque tendrían que discutir todo.
Así como luchamos contra la inflación económica, luchemos contra la inflación lingüística. Porque el voto informado no pasa por poner en blanco y negro palabras sin respaldo. No pasa por afirmarse (hasta groseramente, en algunos casos) como decentes y arrinconar al que no piensa como uno con el calificativo de corrupto. No pasa, en fin, por negociar ideas o propuestas buscando “confluencias” o extrañas alianzas que desdibujan principios y envilecen o escamotean las acciones que la gente espera detrás de las promesas.
¡Ah y por favor! Ya Martha Hildebrandt se cansaba de señalar que no se dice “la curricula”. Curricula es plural en latín; lo correcto sería, al castellanizar, decir los curricula o mejor los currículos. En modesto homenaje a ella yo persisto. Me niego a reconocer autoridad en alguien que se dice experto en educación y sigue diciendo “la curricula”. Eso no es inflación, es ignorancia. Pero también la ignorancia alimenta la inflación lingüística y –por esa vía– podemos advenir a la económica.
Entonces, propuestas concretas. Blanco y negro. Honrar la palabra empeñada. Que los nombres no sirvan para ocultar realidades, sino para develarlas y proponerlas con transparencia a la opinión pública.
(*) Publicado en El Montonero (www.elmontonero.pe)