Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Según antiguos cultos religiosos, un año nuevo implica una renovación, una regeneración, una re-creación del cosmos. Ese mismo espíritu lo mantenemos hasta ahora, a pesar de nuestro tiempo secular y ateo. Vemos el año nuevo como un punto de inflexión, un flamante empiezo, un rehacernos con objetivos nuevos. Así, retomamos nuestros sueños.
Pues toca entonces dejar atrás el año, para siempre. Algunos buscarán nuevos trabajos; otros ejecutarán cierta obra postergada; varios darán un vuelco a sus vidas; muchos se reconciliarán. El futuro está abierto. La naturaleza humana, ciertamente, se define por ser un potencial de decisiones y bifurcaciones. Eso nos lo ha enseñado el existencialismo: la existencia precede a la esencia. Pues valga: renovémonos.
Sin embargo, en ese recambio del espíritu, en ese repunte de otros horizontes, en esas ansias de más proyectos, hay algo que no debe cambiar. Ese algo significa que, a pesar de los largos viajes, las nuevas parejas, los merecidos premios o las legítimas victorias, uno tiene que volver a seguir cavando una trinchera en donde tendrá que apostarse para defender lo que tiene que defender.
Los asesinos preguntan: ¿qué tenemos que defender, si no sabemos quién mató? Los cultores de Mammón preguntan: ¿qué hay que cambiar, si el dinero es la única medida de las cosas? Los ultrajadores preguntan: ¿cómo podría evitarse un apetito sexual, si es incontenible? Los escépticos preguntan: ¿cómo se puede abogar por la verdad, si hay millones que la afirman? Los traficantes preguntan: ¿por qué la paz, si es mejor la guerra? Este es, pues, el desfile del cinismo. Contra eso nos debemos defender, precisamente. Y hay más.
Un poderoso en Rusia inicia una guerra y continua de favorito en el pueblo. Un poderoso en Israel ordena masacres y queda impune. Una poderosa en Perú permite masacres y queda intacta. Esa es la cara, la miseria y la bajeza de la humanidad. Ese es su rostro felón y canalla, y contra el que es necesario no cambiar, sino mantenernos firmes y furiosos en nuestras trincheras: no salirnos de ahí, hasta que sus nombres queden grabados en el justo tribunal de la historia y reciban la condena más certera que se les puede dar: el de ser seguidores de Creonte, ¡el de ser unos calibanes!
Gire, pues, el globo terrestre; que sigan pasando los años; que las estaciones traigan nuevas alondras y rosas y amoríos. Pero no olvide el hombre que es un partisano y que, objetivamente, sí hay cosas malas en el mundo, y que el hecho de que no las vea o no las sienta, no lo desvincula –homo sum, nihil a me alienum puto–, y por ello, acepte el deber de cavar trincheras contra la indiferencia, el abuso y el olvido.
(*) (*) Mag. En filosofía en UNMSM.