Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Estuvimos hace poco reunidos con el profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, Juan José Tamayo. Hombre solvente y de ideas muy claras, disertó una ponencia titulada: “¿Hay lugar para la ecología en el discurso teológico?” Cualquiera que conozca a este ilustre filósofo y teólogo español, sabe que sus exposiciones son impactantes desde el primer hasta el último minuto.
En este caso, Juan José defendió que sí es posible abogar por un ecologismo dentro del discurso teológico, es decir, que optar por la preservación y el cuidado de la naturaleza (sobre todo, en nuestros tiempos de alta contaminación ambiental) es compatible con nuestra creencia cristiana. Mejor dicho: es un deber cristiano. Varias son las razones que expuso a favor, pero es especialmente una la que nos dejó impactados: la idea de que el mundo es el cuerpo de Dios. Si es así, el creyente está obligado en el respeto de ese “cuerpo”, en el respeto de la naturaleza.
En verdad, existen más bien muchas razones para afirmar lo contrario, esto es, que Dios no es parte del mundo ni este es su cuerpo. Dios, así, está fuera del mundo, en el llamado Reino Eterno. Asimismo, desde un inicio, cuando los judíos empezaron a creer en Yahveh, acuñaron la terminología sagrada de “qaddosh” para comprenderlo. “Qaddosh” hace alusión a una realidad sagrada independiente, lo separado de nuestra realidad concreta. Luego, aunque intervenía en la historia de los hombres, Yahveh se había definido como ser externo al mundo.
Dejando de lado el judaísmo, el cristianismo, desde los primeros siglos, se fusionó con la filosofía platónica. Eso significaba aceptar una de las principales tesis de Platón, vale decir, que, aparte de nuestro mundo sensible, existe otro distinto, ideal, eterno, absoluto, el mundo de las Ideas. El platonismo ha sido y es la base del cristianismo, y ha reforzado el argumento de que Dios no forma parte del mundo del aquí y ahora.
Por supuesto, podemos encontrar ciertas historias (en la biblia, en las biografías de los santos) que nos dicen que Dios ha intervenido en las acciones de los hombres y, por ende, se ha vinculado a nuestro mundo terrenal. Pero ese es el problema de la participación (típico problema también en Platón) y no significa de ningún modo identificar el cuerpo de Dios con el mundo.
Desde otro ángulo, existe una nueva preocupación. Mejor dicho: una vieja preocupación. Y se llama panteísmo. El panteísmo es una posición filosófico-religiosa que sí identifica a Dios con el mundo. El mundo mismo, la naturaleza, es Dios, o, en la expresión latina de Baruch Spinoza: deus sive natura. Sin embargo, el panteísmo siempre ha sido el escándalo de la religión monoteísta y la filosofía occidental, ya que rompe con la idea de la trascendencia. Termina por asumir que la naturaleza es la divinidad y no ningún otro ser supremo o personal (como Jehová).
Decir, pues, que la Tierra es el cuerpo de Dios, como lo hace el doctor Tamayo, es rondar peligrosamente el panteísmo y, si no se tiene cuidado, colapsar en él. Precisamente, la forma de evitar el panteísmo es afirmando que no hay identificación entre mundo y Dios, y que este solo participa de aquel en ocasiones. Decir “en ocasiones” ya me genera otro grave problema filosófico, pero nos vamos alejando poco a poco de la complicada idea de que el mundo sea el cuerpo de Dios.
Mis cuestionamientos no son más que dudas metódicas y de ningún modo deslucen el brillo y la inteligencia de la exposición del amabilísimo profesor Tamayo. Si hay algo en común entre su persona y los que lo escuchamos esa vez, es que este planeta tiene que salvarse (o salvarlo un ser supremo) del terrible problema medioambiental que lo asola.
(*) Mg. en Filosofía por la
UNMSM