Opinión

Lenin y la revolución

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Toda revolución tiene, por lo general, dos etapas. La primera: de emoción, de efervescencia, de libertad. La segunda: de decepción, de resentimiento, de amargura. La Revolución francesa, por ejemplo, tiene ese primer grito de liberación que retumba gloriosamente en todas las paredes de La Bastilla; pero, a continuación, tiene esa gris fase de la persecución, la guillotina y el infeliz Robespierre.

La Revolución rusa, cuyo primer grito de libertad contra la autocracia y la opresión zarista comienza en 1905 y vence finalmente en febrero de 1917, presenta el mismo parangón. Rusia venía siendo gobernada despóticamente durante tres siglos, hasta que la Gran Guerra socavó incurablemente a la monarquía de Nicolás II. Entonces, los hambrientos, los desposeídos, los humillados, salieron a protestar, y los soldados, hartos de disparar contra sus propios familiares, desobedecieron las órdenes de contenerlos. El zar, finalmente, abdicó. La revolución de febrero de 1917 se conquistó, pues, en las calles, al grito y sudor del pueblo.

Sin embargo, la Revolución rusa también tuvo un segundo momento: la revolución de Vladimir Lenin. Luego de la abdicación del zar, se formó un Gobierno provisional, bajo la dirección de Alexandr Kerénski. Este, de entre las muchas incompetencias que tenía, tomó la errónea decisión de que Rusia continuara la guerra contra Alemania. Kerénski, por lo demás, se creyó un Napoleón, el salvador de Rusia, el salvador de la Revolución de Febrero, y buscó ser adorado. En verdad, solo fue un mimo, y para cuando los bolcheviques asaltaron la sede del gobierno, en octubre de 1917, casi nadie movió un dedo por él, que tuvo que huir como cualquier prófugo de la justicia.

Reveladoramente, Lenin (el revolucionario exiliado que llegó a Rusia en 1917 con la voluntad de hacerse con el poder e implantar la dictadura del proletariado) aprendió algo de Kerénski: el culto a la personalidad. Aunque no tenía la teatralidad magistral de este, Lenin comprendió que el partido debía someterse a su propia figura y a su autoridad absoluta; su voz debía ser inapelable y unánime. El endiosamiento del líder en el siglo XX comienza, pues, con Lenin y este se lo heredó a los distintos dictadores posteriores.

Lenin no era simpático (ni siquiera parecía ruso, sino mongol), por ende, no era un orador de masas. Pero los historiadores coinciden en que poseía una lógica implacable, que repetía una y otra vez frases afiladas, hasta cercenar a sus opositores. Cuando los bolcheviques dieron el golpe de Estado en octubre de 1917 (según la mitología comunista, fue la “Revolución de Octubre”), él se encerró rápidamente en su oficina de trabajo en el Instituto Smolny, rodeado de una guardia pretoriana, los temibles letones armados. Había que hacer funcionar la nueva dictadura comunista. Eso significaba: acabar con la oposición democrática; socavar la Asamblea Constituyente; ordenar a la nueva policía secreta (la Checa) a perseguir, encarcelar o asesinar a los contrarrevolucionarios.

Máximo Gorki, un testigo imprescindible de la Revolución rusa, afirmaba así del nuevo tirano en su periódico Nueva Vida: «Debe entenderse que Lenin no es un mago omnipotente, sino un timador despiadado que no respetará ni el honor ni la vida del proletariado»; y, con agudeza, añadía que Lenin tenía un «desprecio brutal, correspondiente al de un aristócrata, hacia la vida de la gente de la calle». Es que, como dijo un historiador inglés, Lenin ya no poseía vida privada, es decir, había perdido la afectividad hacia los demás. La revolución era para él el crisol donde todo debía fundirse. En suma, la Revolución rusa, de un ideal, había pasado a ser un azote.

En una fotografía suya de 1923, cerca de la muerte, Lenin se encuentra ya tullido y en una silla de ruedas, pero con la mirada aún fija, penetrante, absorbente, como si la revolución –su revolución– jamás se hubiera ido de sus pupilas. Su hermana y uno de sus médicos lo acompañan. Lenin parece no necesitarlos.

(*)  Mg. en Filosofía por la

UNMSM