Opinión

Cuando los votos no les alcanzan, llegan los fiscales y jueces ideologizados

Por:  Fernando Zambrano Ortiz

Analista Político

En los últimos años, hemos visto un patrón preocupante en distintas partes del mundo: cuando la izquierda progresista no logra imponerse en las urnas, recurre al sistema judicial para eliminar a sus oponentes políticos. No se trata de una coincidencia ni de casos aislados, sino de una estrategia bien definida: la judicialización de la política como herramienta de persecución.

Líderes con amplio respaldo popular, desde Marine Le Pen en Francia hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Imran Khan en Pakistán, Matteo Salvini en Italia, Donald Trump en Estados Unidos y Calin Georgescu en Rumania, han sido blanco de procesos penales impulsados por sectores progresistas que no pudieron derrotarlos en elecciones libres. La lógica detrás de estas maniobras es clara: si no puedes vencer a tu adversario en las urnas, destrúyelo mediante acusaciones judiciales.

Este fenómeno representa una amenaza directa a la credibilidad de la democracia. En teoría, la separación de poderes debería garantizar que la justicia no sea utilizada como un arma política. Sin embargo, cuando el aparato judicial es manipulado con fines políticos, el resultado es un daño irreparable a la confianza de los ciudadanos en las instituciones. En lugar de fortalecer el Estado de derecho, se erosiona su legitimidad y se abre la puerta a la persecución política disfrazada de legalidad.

El uso del sistema judicial como herramienta de eliminación de adversarios no solo es antidemocrático, sino que sienta un precedente peligroso. Hoy, las víctimas son líderes de derecha y centro derecha con apoyo popular, pero mañana podría ser cualquiera que desafíe al poder establecido. La verdadera democracia no teme al voto ni a la competencia política, pero cuando se convierte en un juego de eliminación judicial, deja de serlo.

La justicia debe ser imparcial y proteger a todos los ciudadanos por igual, sin distinción de ideología. Si la judicialización de la política se normaliza, nos alejamos del principio básico de la democracia: que sean los ciudadanos, y no los fiscales y jueces influenciados por intereses políticos, quienes decidan el destino de sus países en las urnas.