Opinión

Caviar y censura: cuando decir la verdad incomoda

Por:  Fernando Zambrano Ortiz

Analista Político

El presidente del Congreso, Eduardo Salhuana, ha vuelto a mostrar su incomodidad ante lo que, según él, es un “exceso” en el lenguaje parlamentario. Esta vez, su molestia se debe a la mención del término “caviar” durante un debate legislativo. Tan incómodo se sintió que llegó a amenazar con suspender el debate si alguien se atrevía a repetir la palabra.

La escena resulta casi cómica, si no fuera preocupante. ¿Dónde cree el presidente del Congreso que está? ¿En una mesa técnica, donde todo debe cuidarse con guantes de seda? No. Está en el Congreso de la República: el principal foro político del país, donde lo mínimo que se espera es libertad para el debate y espacio para la confrontación de ideas, por más incómodas que estas sean.

En política, no puede haber palabras prohibidas. Una cosa es exigir respeto, algo básico en cualquier sociedad democrática. Otra, muy distinta, es pretender censurar conceptos o críticas que apuntan a un sector ideológico con poder real en la esfera pública. Porque, guste o no, los llamados “caviares” existen.

Este término, que se ha vuelto común en el discurso político peruano, no es un invento local ni una ocurrencia del momento. Es una forma —irónica, sí— de referirse a una casta política e intelectual que predica igualdad, justicia social y lucha contra los privilegios… mientras disfruta de todos ellos. En Francia los conocen como “gauche caviar”; en Inglaterra, “champagne socialists”; en Estados Unidos, “limousine liberals”, “radical chic”, o “woke de salón”. Cambia el idioma, cambia el país, pero el guion es el mismo.

Se trata de élites progresistas, muchas veces instaladas en el aparato estatal, en organismos internacionales, en ONGs con financiamiento extranjero, en medios de comunicación y círculos académicos. Hablan de los pobres, pero rara vez los escuchan. Promueven políticas para “los demás”, mientras blindan sus privilegios y se presentan como los únicos moralmente autorizados para hablar del bien común.

Por eso no sorprende que incomode tanto que se los nombre. Lo que molesta no es el término en sí. Lo que incomoda es que se rompa el tabú, que se diga en voz alta algo que muchos piensan, pero pocos se atreven a pronunciar en público. En ese sentido, prohibir la palabra “caviar” es menos una defensa del decoro y más un acto reflejo de una élite que no tolera ser cuestionada.

La política democrática se construye con palabras, no con silencios impuestos. Y si el Congreso no es el lugar para llamar las cosas por su nombre, entonces ¿dónde? ¿En qué otro espacio los ciudadanos podrán señalar sin miedo las contradicciones del poder, venga de donde venga?

En tiempos en que la corrección política amenaza con volverse mordaza, vale la pena recordar que nombrar es una forma de resistir. Y que a veces, lo más revolucionario es simplemente atreverse a decir la verdad.