Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
En los últimos años, ser testigo de lo que ocurre en el Perú con la justicia se ha vuelto una mezcla de frustración y tristeza. La investigación criminal, ese instrumento que debería servir para buscar la verdad y proteger a los ciudadanos, ha terminado manoseada, convertida en un arma de persecución política. La Fiscalía se ha transformado en protagonista de escándalos donde la justicia parece un disfraz, y el cálculo político la verdadera agenda.
No exagero. Basta recordar el caso de Keiko Fujimori, sometida hasta en tres oportunidades a una prisión preventiva abusiva y desproporcionada, donde la evidencia sólida brillaba por su ausencia, pero la presión mediática y política dictaba sentencias anticipadas. O el trágico caso de Alan García, un expresidente cercado por investigaciones fiscales cargadas de filtraciones y simples presunciones. La persecución terminó con su vida, un desenlace doloroso que reflejó lo enfermo que está nuestro sistema.
¿Y qué decir de las investigaciones interminables contra otros políticos incómodos? Inclusive se ha llegado al extremo de la manipulación de investigaciones fiscales contra congresistas para impedir votaciones incómodas en el Congreso de la República. La regla parece ser clara: si eres enemigo, la investigación será tu condena; si eres aliado, tu caso dormirá en un archivador.
Frente a esta distorsión tan peligrosa, no podemos seguir mirando al costado. Es hora de preguntarnos en serio: ¿cómo devolverle la neutralidad a la justicia penal? Y la respuesta, aunque suene atrevida para algunos, es simple: hay que volver al modelo del juez instructor.
Hasta el 2004, la investigación de delitos no estaba en manos de fiscales sino de un juez de instrucción, una figura que, justamente por ser juez, debía actuar con imparcialidad. Bajo su supervisión, la Policía Nacional investigaba y el Ministerio Público colaboraba. El poder no estaba concentrado en un solo actor; había controles, equilibrios, y aunque no era un sistema perfecto, ofrecía más garantías de justicia real que el modelo actual.
Con la llegada del Nuevo Código Procesal Penal, todo cambió. El juez dejó de investigar y pasó a ser un mero árbitro de garantías. El fiscal, en cambio, asumió un poder absoluto: investiga, acusa, maneja los tiempos, y muchas veces también dicta sentencias mediáticas. Se suponía que sería más eficiente y respetuoso de los derechos fundamentales. En la práctica, ha sido el caldo de cultivo perfecto para el abuso de poder y la manipulación política.
Hoy, lo vemos con claridad brutal: investigaciones que se inician para destruir reputaciones sin pruebas sólidas, filtraciones maliciosas que condicionan la opinión pública, y cierres estratégicos de casos cuando conviene políticamente. Los ciudadanos estamos a merced de fiscales que pueden decidir quién cae y quién sobrevive, sin control real ni freno institucional inmediato.
Volver al juez instructor no sería un paso atrás, sería un paso hacia la sensatez. Sería reinstalar un principio que no deberíamos haber perdido: quien investiga debe ser imparcial. Sería quitarle al fiscal el rol de juez encubierto, y devolver al proceso penal la dignidad que merece. Eso sí, no se trata de copiar el pasado sin ajustes: necesitamos plazos razonables, control de imparcialidad y mecanismos modernos de supervisión.
No somos el único país que enfrenta este dilema. Francia, España y otras democracias de fuerte tradición jurídica continental conservan sistemas mixtos donde el juez de instrucción sigue existiendo para proteger a los ciudadanos frente al Estado. ¿Por qué nosotros deberíamos resignarnos a un modelo que, lejos de fortalecernos, ha erosionado nuestra fe en la justicia?
Hoy, cuando la desconfianza en las instituciones es la norma y no la excepción, debemos apostar por reformas valientes. Devolver la conducción de la investigación penal a un juez imparcial es fundamental, pero también debe venir de la mano de una profunda reorganización del Ministerio Público y del Poder Judicial, que garantice la idoneidad, la independencia real y la eliminación de redes de intereses que hoy contaminan la administración de justicia.
Porque la justicia no puede seguir siendo una herramienta de venganza ni un juego de poder. Porque merecemos vivir en un país donde la ley no sea un arma, sino un escudo.
¿Y si devolvemos la justicia a quien sí debe ser justo?