Por: Fernando Zambrano Ortiz
Analista Político
“Toda acción política, como en la física, desencadena una reacción inevitable. No basta con actuar; es indispensable analizar las consecuencias que dicha reacción provocará”. Esta afirmación, tan simple en su forma como profunda en su fondo, evidencia una verdad que muchos políticos peruanos ignoran con alarmante persistencia. La historia reciente del país está plagada de ejemplos en los que la falta de visión estratégica y la obsesión con el beneficio inmediato han derivado en crisis políticas, sociales y económicas de gran envergadura.
Uno de los casos más ilustrativos de esta ceguera política fue la elección de Pedro Castillo en 2021. Su llegada al poder no fue el resultado de un análisis riguroso de su capacidad para gobernar ni de un respaldo programático consistente, sino más bien una respuesta visceral al “establishment” y un rechazo injustificado y promovido por la izquierda progresista hacia la figura de Keiko Fujimori, quien, a pesar de no haber ejercido nunca la presidencia, fue artificialmente convertida en el símbolo de todos los males del sistema. Simultáneamente, la elección de Castillo fue una manifestación desesperada del electorado, hastiado por décadas de desigualdad, exclusión y promesas incumplidas. No obstante, pocos se detuvieron a ponderar las consecuencias de colocar en Palacio de Gobierno a una figura sin experiencia de gestión, con un discurso ambiguo y rodeado de actores improvisados y oportunistas.
La reacción no tardó en evidenciarse: una presidencia desbordada por el caos, marcada por escándalos de corrupción, una inestabilidad ministerial sin precedentes, constantes enfrentamientos con el Congreso y un acelerado deterioro de la imagen del país en el exterior. El gobierno que se proclamaba la “voz del pueblo” terminó revelándose como una dramática expresión de incompetencia y desorden. Quienes promovieron su candidatura, incluidos amplios sectores de la izquierda, no midieron con claridad el impacto de su decisión: sembraron protesta e indignación, y cosecharon desastre institucional; llevándolos raudamente a apartarse de su gobierno.
Este patrón, lamentablemente, no es una novedad en la política peruana. En los años 80, Alan García, un joven carismático y sin experiencia ejecutiva, fue presentado como la gran renovación frente a un sistema fatigado. Su primer gobierno, sin embargo, estuvo plagado de decisiones apresuradas como el intento de estatización de la banca que provocaron una hiperinflación histórica, socavaron las instituciones democráticas y polarizaron al país.
La enseñanza es evidente: la política, como la física, se rige por la ley de causa y efecto. Pretender que las decisiones políticas, por bien intencionadas que sean, no generen consecuencias, es una ingenuidad peligrosa. La acción política sin análisis, sin visión de mediano y largo plazo, está condenada al fracaso.
La miopía política esa incapacidad de ver más allá de la próxima elección, del titular inmediato o de la promesa fácil es uno de los males crónicos que carcomen la democracia peruana. Mientras los líderes sigan actuando sin calcular las reacciones que provocan, el país continuará atrapado en un círculo vicioso de esperanza, decepción y crisis.
Es urgente, por tanto, forjar una nueva generación de líderes capaces no solo de actuar, sino de anticipar. Líderes con sentido histórico, visión estratégica y compromiso ético. Pero también es crucial educar a la ciudadanía, para que no vote desde la emoción, el odio o el hartazgo, sino desde la reflexión crítica y la memoria histórica. Solo así el Perú podrá liberarse del alto costo de las decisiones tomadas con los ojos cerrados y la brújula moral extraviada.