En un país con profundas brechas sociales y una alta dependencia de los recursos naturales, la minería representa tanto una gran oportunidad como un desafío persistente. La propuesta del exministro de Economía y Finanzas, Luis Miguel Castilla, de establecer mesas de diálogo regionales para destrabar 39 proyectos mineros paralizados —valorados en 46,970 millones de dólares— no es simplemente una alternativa técnica, sino una necesidad urgente que apunta al corazón de la gobernabilidad territorial en el Perú.
La paralización de estos proyectos no es un fenómeno aislado. Es el reflejo de una relación fracturada entre el Estado, las empresas y las comunidades locales, marcada por la desconfianza, la desinformación y la ineficiencia burocrática. Castilla identifica acertadamente los principales factores detrás del estancamiento: la falta de consulta previa, la debilidad institucional y la tramitología excesiva. Frente a este escenario, la creación de mesas de diálogo regionales surge como un mecanismo de articulación que puede convertir el conflicto en cooperación.
Pero no se trata de mesas simbólicas o reuniones protocolares sin resultados. Para que estas instancias funcionen, deben tener carácter vinculante, seguimiento continuo y capacidad resolutiva. No basta con escuchar a las comunidades: hay que cumplir lo que se acuerda. Y ese cumplimiento debe ser monitoreado por actores neutrales —como universidades, Defensoría del Pueblo o veedurías ciudadanas— para asegurar transparencia y rendición de cuentas.
La idea de que el desarrollo minero puede avanzar sin un diálogo genuino y permanente con los territorios ya ha demostrado ser insostenible. Hoy más que nunca, es urgente generar espacios institucionales donde los intereses de todos los actores —Estado, comunidades, empresas— confluyan en una hoja de ruta común. Las mesas de diálogo regionales tienen el potencial de ser ese espacio, si están bien diseñadas y dotadas de recursos, autoridad y legitimidad.
Además, estas mesas no solo deben abordar temas técnicos o compensaciones económicas. Es fundamental discutir el uso del canon minero, la inversión en servicios públicos, la generación de empleo local y los compromisos ambientales. Solo así se podrá construir una visión compartida de desarrollo, donde la minería sea percibida como una aliada y no como una amenaza.
En este contexto, la Feria Minpro 2025, que reunirá a actores clave del sector público y privado, ofrece una plataforma ideal para discutir esta propuesta en profundidad. Pero el debate no puede quedar en Lima ni en los pasillos de los eventos empresariales. La implementación de estas mesas debe darse en las regiones, con la participación directa de los actores locales, porque allí es donde se vive el impacto —positivo o negativo— de la actividad minera.
Por supuesto, esta estrategia debe ir acompañada de un compromiso político firme. Como bien señala Castilla, el contexto electoral introduce una dosis de incertidumbre que podría frenar decisiones importantes. Por ello, se requiere que el gobierno, cualquiera sea su orientación, suscriba compromisos de estabilidad jurídica y garantice el respeto a los acuerdos logrados en las mesas de diálogo.
No se trata de ceder a presiones ni de frenar el desarrollo. Se trata de entender que el desarrollo sostenible no se impone; se construye. Y se construye dialogando, escuchando, cediendo, cumpliendo. Las mesas de diálogo regionales son el instrumento más sensato y democrático que tenemos para destrabar el potencial minero del país sin sacrificar la paz social ni el derecho de las comunidades a ser protagonistas de su destino.
Hoy, más que nunca, el Perú necesita puentes. Que las mesas de diálogo regionales se conviertan en esos puentes es, quizás, la mejor apuesta para reconciliar la riqueza mineral con la justicia social.