Por : Fernando Zambrano Ortiz.
Analista Político
La inseguridad que vive el Perú no se resolverá con frases populistas ni promesas vacías. La violencia que se ha instalado en nuestras calles tiene raíces profundas y está vinculada a redes de crimen organizado transnacional que operan con alta sofisticación y amplio alcance regional. Combatir este flagelo exige algo más que declaraciones de ocasión: se requiere decisión política, justicia funcional e inteligencia profesional.
El primer obstáculo es la falta de decisión política. No se trata solo de negligencia o improvisación, sino, en muchos casos, de una verdadera cobardía para ejercer la fuerza legítima del Estado frente al crimen. Cuando el Ejecutivo vacila ante la delincuencia organizada, está renunciando a su deber más elemental: proteger la vida y los derechos de los ciudadanos. Si existen autoridades que temen represalias políticas o criminales y, por ello, no actúan con la firmeza que sus funciones demandan, lo ético y responsable es que se aparten del cargo. No se puede dirigir el Estado desde el miedo.
La historia ofrece una lección clara. En los años noventa, el país enfrentó simultáneamente el terrorismo y una violenta ola de secuestros, extorsiones y sicariato. Con decisiones firmes y equipos de inteligencia especializados, el Estado logró desarticular redes criminales y recuperar el control. Hoy, ante una amenaza igual o peor, se necesita ese mismo nivel de determinación.
Las cifras son alarmantes: solo en lo que va de 2025 se han registrado más de 640 homicidios —un incremento del 19 % respecto al mismo periodo del año anterior—, con un promedio de un asesinato cada cuatro horas. Esta escalada es prueba irrefutable de que las políticas actuales han fracasado y de que urge una respuesta estatal integral y contundente.
El segundo gran problema es un sistema de justicia débil, lento y en muchos casos, corrupto. Fiscalía y Poder Judicial han contribuido a la impunidad al liberar delincuentes por tecnicismos absurdos, bajo leyes y procedimientos anacrónicos, no adecuadas para enfrentar el crimen organizado contemporáneo. Esta situación no solo debilita la confianza ciudadana, sino que convierte a la Fiscalía y el Poder Judicial en cómplices involuntarios o deliberados de las mafias. Las organizaciones criminales transnacionales conocen sus debilidades y las explotan con habilidad.
El tercer pilar fallido son nuestros servicios de inteligencia. Carecen del personal idóneo, la tecnología adecuada y los recursos necesarios para anticiparse a la delincuencia organizada. Sin inteligencia estratégica, la persecución de cabecillas criminales y la desarticulación de estructuras delictivas se vuelve prácticamente imposible. Es un combate desigual, donde el crimen se moderniza y el Estado actúa a ciegas.
La amenaza no es solo nacional. Perú forma parte de un escenario regional donde el crimen organizado transnacional ha establecido redes que superan las fronteras. Grupos como el Tren de Aragua, originario de Venezuela, ya operan en Lima Metropolitana y otras regiones, involucrados en delitos como trata de personas, extorsión y sicariato. La debilidad del control fronterizo y la falta de coordinación internacional les permite consolidar su poder.
En 2024, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) puso en marcha un Plan de Acción para enfrentar esta amenaza, promoviendo la cooperación entre Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú. Pese a ello, los esfuerzos regionales aún son limitados frente a la magnitud del desafío. El crimen organizado no solo trafica drogas: controla la minería ilegal, el contrabando, el secuestro, la extorsión y otras actividades ilícitas, generando un poder económico que corrompe instituciones y somete comunidades enteras.
Un ejemplo reciente de nuestra fragilidad es la captura de Miguel Rodríguez Díaz, alias Cuchillo, en Colombia. Presunto autor intelectual de la masacre de 13 mineros en Pataz, fue detenido en menos de dos semanas gracias a la labor de inteligencia de la Policía Colombiana e Interpol. Que un criminal de esa peligrosidad haya huido del país y circulado libremente por la región sin ser interceptado por las autoridades peruanas es una vergüenza nacional. Lo detuvo una fuerza extranjera que, a diferencia de la nuestra, actúa con capacidad operativa, inteligencia y coordinación internacional efectiva.
Perú necesita urgentemente una transformación integral en su política de seguridad. Mientras la decisión política, la justicia y la inteligencia no funcionen de forma articulada, firme y sin temores, el país seguirá atrapado en un ciclo de violencia, impunidad y deterioro institucional.
El crimen organizado transnacional no se combate desde la pasividad, ni desde la comodidad de una oficina. Se combate con liderazgo, inteligencia, estrategia, instituciones sólidas y funcionarios valientes. La paz y la justicia no son privilegios; son derechos que el Estado tiene la obligación de garantizar.
La ciudadanía merece un país seguro. Y quienes no estén dispuestos a enfrentar esa responsabilidad con firmeza y coraje, no deberían seguir ocupando cargos de poder.