Por : Fernando Zambrano Ortiz – Analista Político
Analizando la coyuntura política con un amigo, llegamos a una conclusión que puede incomodar a muchos, pero que creo necesario plantear con franqueza: a pesar de su mediocridad, Dina Boluarte ha sido muchísimo mejor que Pedro Castillo. Y lo más importante: ha logrado mantener la democracia, a pesar de todo.
Esto no es un elogio. Es, en realidad, un retrato incómodo de nuestra realidad política. Boluarte no ha sido una estadista, ni mucho menos una líder inspiradora. Ha sido, más bien, una figura transicional con poca destreza política, pero con una virtud que en el Perú no podemos subestimar: no haber hecho estallar al país.
Durante su gobierno hemos vivido sin mayores sobresaltos institucionales. No ha habido intentos de cerrar el Congreso, ni convocatorias chavistas a constituyentes improvisadas, ni cercos a la prensa. En términos de estabilidad mínima, ha cumplido. Pese al rechazo que genera, pese a su precariedad política, la presidencia de Dina no ha significado el colapso democrático que muchos temían.
Ahora bien, eso no borra sus errores, y en algunos casos, sus torpezas. Ha cometido dos graves equivocaciones políticas al remover a ministros clave. Me refiero, sin rodeos, a la salida de Javier González-Olaechea de Relaciones Exteriores y de Juan José Santivañez del Ministerio del Interior.
Ambos, mal que bien, eran piezas importantes en el frágil tablero de gobernabilidad. González-Olaechea, con todo y su carácter confrontacional, le daba al gobierno un frente externo sólido, una cancillería con voz propia, incluso polémica, pero firme. Y Santibáñez, por su parte, era el escudo de Dina: el parachoques necesario ante el fuego cruzado que caía sobre Palacio. Su salida dejó a la presidenta más expuesta, y a la narrativa oficial sin defensa eficaz.
¿Quién tuvo la mano en esas decisiones? Todo apunta a una combinación tóxica: Gustavo Adrianzén y Alberto Otárola, figuras grises que, en lugar de sumar, se aseguraron de que nadie brillara más que ellos. Cuando los mediocres le temen a la competencia, el país entero pierde.
Coincido plenamente con quienes afirman que Santibáñez, con su estilo directo y popular, era un ministro ideal para un gobierno como este. No porque fuera perfecto, sino porque sabía jugar el papel que le tocaba: contener, absorber y resistir. En un entorno donde los caviares acechan desde los medios y las ONG, tener una figura que no les temía era estratégico.
Al final del camino, no será la brillantez lo que salve a Dina Boluarte, sino el cansancio colectivo. El próximo Congreso, sin duda más afín y pragmático, probablemente le “perdone la vida”, por conveniencia y cálculo. Porque la memoria es corta y porque en este país, mientras no haya sangre, todo se olvida.
Muy poca gente entiende esto. Tal vez porque aún esperamos grandes liderazgos en una época donde solo sobreviven los que saben flotar. Dina, nos guste o no, ha sabido mantenerse a flote. Y en esta coyuntura, eso ya es mucho decir.