Opinión

BENDITA PRIMAVERA

POR: GERMÁN TORRES COBIÁN

No he tenido una ocurrencia mejor para nombrar esta nota, que  invertir el nombre de la antigua y bonita canción “Maldita primavera”, de  Loretta Goggi. La bella y seductora cantante romana, que obtuvo el segundo puesto con esta melodía en el Festival de la Canción Italiana de 1981, “maldecía” tal estación porque su llegada le acarreaba problemas relacionados con el amor.

En efecto,  muchos psicólogos atestiguan que durante la primavera,  sobre todo en sus comienzos, aumentan los clientes jóvenes en sus consultas. Y no porque sus psiquis sufran alteraciones patológicas, sino debido a que  el  ánimo de los adolescentes y jóvenes  se sensibiliza con los primeros  calores de esta época que precede al estío, y a veces les conduce a realizar actos extravagantes o desacostumbrados que muchos confunden con síntomas de locura. Lo cierto es que mientras la fronda de los jardines y bosques  se tiñe con el color de las  flores, se agiganta  y agudiza el entusiasmo en los cuerpos de muchachas y muchachos. Sin  embargo, la primavera también  es   una estación teñida de esperanza  y  alegría y es un  gran incentivo  para  poetas y  pensadores, una  estación en el que encuentran sutiles e inextricables vivencias, la veta escondida, la  fuente de sucesos creadores, el sentido de las  rimas  y las palabras más íntimas.

Con el propósito de  aprovechar los primeros rayos del Sol primaveral,   me encuentro en un pequeño y hermoso valle junto a una caleta de pescadores. Paseando sobre la alfombra crujiente de  hojas de álamos y acacias dejadas por el pasado invierno, empapadas de tierra húmeda, intento reflexionar  sobre las razones de la existencia del hombre, sobre la inutilidad de muchos de sus esfuerzos por sobrevivir en medio de la marea humana; también cavilo sobre las sociedades consumistas  que están conduciendo al planeta hacia el desastre. Sospecho, asimismo, que es durante la primavera cuando las mejores ideas sacuden el intelecto del  librepensador. En otoño y en invierno, la manera de ver las cosas es distinta; parece que el tiempo se detiene. El verano también es diferente; se me antoja que  es una compleja  y gran exaltación de  júbilo. Pero la primavera es serena, profunda e inspiradora de las mayores emociones. A partir de octubre, la soledad del campo se llena de mosaicos verdes. El color de los cultivos, al reflejar  la luz, fulge en límpidos matices. El agua es sonora en las acequias; la línea de los montes  en la lejanía, es nítida, ondulante. Pienso que  la primavera es la gran estación del año. Segregado del universo circundante casi siempre,  el ser humano puede  hallarse a sí mismo en esta época; y opinar  sobre la felicidad y la  despreocupación. Nadie más de acuerdo que un servidor vuestro en esa aspiración: que se nos deje este patrimonio del espíritu libre,  imprescriptible  e inalienable deseo del hombre, de  encontrar  en medio de la primavera, el ser que somos.

A veces,  el  pequeño valle en el que me hallo,  se perturba por ráfagas de aire frio, señal de los rezagos del invierno. Sin embargo, las yemas de las plantas en las huertas  indican que la fertilidad de la tierra acaba de ser despertada por la bendita primavera. Más allá se extiende  el campo soberano, en suaves vaivenes, en leves sinuosidades  de una lozanía increíble. Todo lo que la vista puede alcanzar para su propio  gozo, había estado allí también en la plenitud del invierno; más,  ahora queda  embellecido por  una prodigiosa gama de colores. El valle y las colinas parecen  seres vivos y carnales, como si  respiraran con un jadeo lento y reposado. Vuelan pájaros alegremente, dueños del  cielo, se extasían y  gravitan sobre los sembríos y caminos. Avanzada la tarde, el  follaje de los árboles se enciende  de  oro y rojo y se ponen a palpitar, lamidos por la brisa. En ese momento  pienso que acabo  de encontrar la otra mitad de  mi vida; esa mitad que  complementa el conjunto de nuestro ser.

Remonto y luego bajo una pequeña colina. Junto a los peñascos silenciosos  se percibe el azul del  mar. Me pongo a contemplarlo embelesado. Es el mar que buscará la gente el verano próximo  y en el que se zambullirán con enorme gozo, hermosas féminas bien  acompañadas, efebos, niños y adultos… Pero, el mar que ahora contemplo  luce  incólume, invicto, solitario. A buena distancia de la orilla se  divisan unos botes pequeños  y las siluetas de unos pescadores, mientras albatros y gaviotas ponen música al paisaje con sus peculiares graznidos. Si uno no supiera  que la dedicación  de estas personas es laboral o deportiva, el espectáculo  resultaría incongruente: permanecer  durante horas, a veces sin el resultado apetecido, sin que pique ni una lorna o mojarrilla,  es tarea para estoicos. Pero, ¿alguien se ha puesto a pensar que, verdaderamente, lo que hacen estos hombres es vivir, con el goce recóndito que les produce el hecho de estar solos? En realidad, el  entretenimiento o la faena  que practican es el de la soledad, virtud encubierta de muchos humanos   que necesitan disfrazar de algún modo su manera de ser. Estos buenos hombres  gozan  por el hecho simple y elemental de no tener compañía, degustan su individualidad en la placidez del  paisaje, bajo los rayos del  Sol o junto a las brumas marinas. Tal vez por  la amenaza caótica y devastadora del entorno urbano y social, ajena a nuestra sensibilidad,  muchas veces nos arropamos en el retiro para evitar que se  nos inunde de sociabilidad. Porque, de  aquella privada relación que había entre el hombre y la Naturaleza, en soledad fecunda con los valles, en familiaridad con el crepúsculo, ¿qué se ha hecho?, ¿ya no hay  lugar para esa privadísima relación, además de la pública?

Me llega una bocanada salobre, inesperada y tonificante de  salud, de vigor, de confianza. Se escucha el respiro de las olas, a intervalos, al caer sobre la arena o reventar sobre las peñas. Me acerco a una larga estribación que se desliza hacia las aguas. Junto a ella, casi pegadas  al mar, se levantan unas humildes chozas de pescadores. Unas casitas parecidas observó el gran  poeta español Antonio Machado, en la ribera francesa de Collioure, pocos días antes de morir con el corazón destrozado, al ver a España caer bajo las garras del fascismo franquista. Acerca de esas cabañas, el ilustre bardo sevillano alcanzó a decirle a su hermano José, mientras caminaban por la playa: “Quien pudiera vivir ahí, tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación…”.