Por José Ramón Ayllón profesor de Ética y Filosofía, conferenciante y escritor español
“El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada.” (E. FROMM)
La ética busca el bien. Por bien entendemos lo que perfecciona a un ser, lo que naturalmente le conviene. A un bebé le conviene respirar y alimentarse, lo mismo que a sus padres. En este sentido el bien es objetivo. Pero también es relativo, pues un recién nacido no debe comer lo mismo que un adulto. Ambos deben comer, pero no la misma cantidad ni los mismos alimentos.
Para no perderse en el bosque enmarañado de los conceptos conviene aclarar que relativo significa relación, dependencia objetiva. Todo es relativo porque todo está relacionado en el espacio, en el tiempo y en el encadenamiento universal de causas y efectos. Asimismo, lo relativo es objetivo porque las relaciones son objetivas, se dan en la realidad: esta señora es objetivamente una mujer, pero también es objetivamente madre respecto a sus hijos, esposa respecto a su marido, hija respecto a sus padres, enfermera para sus pacientes, votante para los partidos políticos. Y cada uno debe tratarla como lo que objetiva y relativamente es: el enfermo no puede tratarla como si fuera su mujer, y el marido no puede tratarla como enfermera, ni como hija.
Por tanto, lo relativo es objetivo. En cambio, aunque relativo y relativismo son palabras parecidas, su significado es opuesto. El relativismo es la concepción subjetivista de la realidad. El hombre libre tiene derecho a escoger entre diferentes conductas que respeten la realidad. Pero si escoge el relativismo hace violencia a la realidad y abre la puerta al «todo vale», por donde siempre podrá entrar lo irracional. El relativismo, al sustituir las relaciones reales por las subjetivas, al concebir de forma subjetiva la verdad y el bien, es una forma equivocada de orientar la conducta. Con una lógica relativista, el drogadicto al que se pregunta «¿por qué te drogas?» puede tranquilamente responder « ¿y por qué no?» . En pura lógica relativista vale todo, y ello hace imposible la ética.
Si el bien fuera subjetivo, el violador, el traficante de droga y el asesino podrían estar actuando bien. Si el bien fuera subjetivo, todas las acciones podrían ser buenas acciones. Y también podrían ser buenas y malas a la vez. Si el bien y el mal fueran subjetivos, la injusticia que se denuncia en los medios de comunicación y se condena en los tribunales no sería denunciable ni condenable, pues subjetivamente es deseada y aprobada por el que la comete. Con otras palabras: si los juicios éticos sólo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes podrían estar equivocadas.
En el conocimiento de la realidad es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad reconociéndola como es, de forma parecida a como el guante se adapta a la mano. Pero no siempre sucede así. El subjetivismo surge precisamente cuando la inteligencia prefiere colorear la realidad según sus propios gustos: entonces la verdad ya no se descubre en las cosas sino que se inventa a partir de ellas. La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses personales. Con frecuencia, el tirón de diversas atracciones puede tener más peso que la propia verdad.
El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, también deforma las cuestiones graves: el terrorista está convencido de que su causa es justa; la mujer que aborta quiere creer que sólo interrumpe el embarazo; el suicida se quita la vida bajo el peso de problemas no exactamente reales, agigantados por su enfermiza subjetividad; al antiguo defensor de la esclavitud y al moderno racista les conviene pensar que los hombres somos esencialmente desiguales.
Según Campoamor, « En este mundo traidor, / nada es verdad ni mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira». Estos versos retratan ese relativismo rudimentario del que sólo quiere barrer para casa. Si «nada es verdad ni mentira», entonces nada es bueno ni malo, nada es censurable ni elogiable. Pero resulta que hay líneas claras de demarcación entre conductas humanas e inhumanas, entre comportamientos lógicos y patológicos.
El relativismo ético afirma que no hay nada objetivamente bueno o malo. Tal postura responde a una concepción subjetivista de la ética: el bien y el mal es lo que a cada uno le parece. El gran argumento en favor del relativismo esgrime la existencia de culturas que tienen o han tenido por buenos los sacrificios humanos, la esclavitud, la poligamia, etc. Esta objeción suele ignorar que la discusión sobre la validez general del bien comenzó, precisamente, con el descubrimiento de estos hechos. Los griegos del siglo v antes de Cristo ya empezaron a juzgar admirables o absurdas las costumbres de los pueblos vecinos, y sus filósofos buscaron desde entonces una medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los distintos comportamientos. A esta norma o regla la llamaron fisis, que significa «naturaleza». Siguiendo el criterio de lo natural, encontraron, por ejemplo, que la costumbre de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba peor que su contraria.
Relativismo y democracia
La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad política. Y el pluralismo es necesario para la existencia real de las discusiones democráticas. La realidad es compleja y no sólo autoriza sino que exige diversidad de perspectivas para abordar su entendimiento. Si se partiera de que la verdad es convencional o inaccesible, las opiniones encontradas sólo serían expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque nada valdrían. Y entonces imperaría el poder puro y duro, origen de esa violencia clamorosa o encubierta, tan manifiesta en la actualidad internacional.
Por el contrario, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral. Porque el relativismo hace trivial al pluralismo y tiende a eliminarlo. El hecho de que tenga relevancia discutir acerca de la justicia o injusticia de una ley, responde a que los interlocutores saben que existe lo justo, por más que unas veces sea reconocido por el poder establecido y otras no. Por ello, quien de verdad aceptara el positivismo jurídico se cerraría a sí mismo la posibilidad de participar en este tipo de debates posteriores a la entrada en vigor de una ley.
Aunque el concepto moderno de democracia parezca indisolublemente unido con el relativismo, se plantea otra objeción importante: ¿no es preciso que exista un núcleo no relativista también en la democracia? ¿No se ha construido la democracia en última instancia para garantizar unos derechos humanos concebidos como inviolables? Eso significa que un núcleo de verdad, en este caso de verdad ética, parece irrenunciable por la democracia. El problema está en saber cómo llegar hasta ese núcleo, cómo conocerlo. Según Hans Kelsen (1881 1973), la decisión corresponde al voto popular, y propone al gobernador Poncio Pilato como ejemplo de prudencia democrática. Pilato no sabe qué es lo justo y confía el problema a la mayoría. Es ahí donde obra como perfecto demócrata, que no se apoya en valores absolutos ni en la verdad subjetiva, sino en los procedimientos. Que el resultado del juicio fuera la condena de un inocente no parece inquietar a Kelsen. Si no hay más verdad que la mayoría, carece de sentido preguntar por otra distinta.
En la actualidad, el representante más conocido de esta concepción relativista de la democracia es Richard Rorty La convicción más difundida entre los ciudadanos es para él el único criterio que se ha de seguir para legislar. La democracia no posee otra filosofía ni otra fuente del derecho. Rorty es consciente de la insuficiencia del principio mayoritario como fuente y criterio de verdad, pero opina que los errores de la mayoría se corrigen por sí mismos, pues la mayoría incluye siempre ciertas intuiciones básicas como, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud. Por desgracia, en esto se engaña. Durante siglos, quizá durante milenios, el sentir mayoritario no ha incluido esa intuición antiesclavista, y nadie sabe cuánto tiempo la seguirá conservando.
Así como el pluralismo democrático es manifestación positiva del derecho a la libertad, el relativismo representa el abuso de ese mismo derecho. Al no admitir el peso específico de lo real, el relativismo deja a la inteligencia abandonada a su propia decisión subjetiva, sin reconocer que las cosas son como son y tienen consistencia propia.
El mundo es una compleja red de relaciones entre hechos y objetos que se relacionan en el espacio y en el tiempo. En este sentido es correcto afirmar que todo es relativo: relativo a un antes, a un después, a un encima, debajo, al lado, cerca, lejos, dentro, fuera. Todo es relativo porque todo está relacionado, vinculado con algo. Y hemos visto que, cuando esa relación está pedida por la realidad, lo relativo no es meramente subjetivo ni arbitrario. Todo vestido es relativo a un clima, a una cultura, a una función, a una talla, a un sexo: kimono, chilaba, túnica, toga, chándal, taparrabos, vaqueros, guerrera, frac. Pero en todos esos vestidos hay algo no relativo: el respe to a lo que es un cuerpo humano, un cuerpo que se mueve, con dos piernas y dos brazos articulados, con ojos para ver y boca para respirar. Mil vestidos pueden ser diferentes, pero ninguno puede asfixiar, inmovilizar o aplastar. Quizá con este ejemplo sea fácil entender que el pluralismo no se funda en el relativismo sino en la libertad, y en el hecho de que un problema en este caso, la necesidad de vestirse puede tener varias soluciones válidas.
La conducta ética nace cuando la libertad puede escoger entre formas diferentes de conducta, unas más valiosas que otras. El relativismo es peligroso porque pretende la jerarquía subjetiva de todos los motivos, la negación de cualquier supremacía real. El relativismo hace imposible la ética, pues si queremos medir las conductas necesitamos una unidad de medida igual para todos. Porque si el kilómetro es para ti 1.000 metros, para él 900, y para otros 1.200, 850 o 920, entonces el kilómetro no es nada. Si la ética ha de ser criterio unificador, entonces ha de ser una en lo fundamental, no múltiple.
Igual que el pluralismo, la ética es relativa en las formas, pero no debe serlo respecto al fondo. De la naturaleza de un recién nacido se deriva la obligación que tienen sus padres de alimentarlo y vestirlo. Son libres para escoger entre diferentes alimentos y vestidos, pero la obligación es intocable. Subjetivamente pueden decidir no cumplir su obligación, pero entonces están actuando objetivamente mal. De igual manera, cuando en la valoración moral del mismo hecho hay discrepancia, la divergencia es subjetiva, pero el hecho es único y objetivo. Lo que para Sancho es bacía de barbero, para Don Quijote es yelmo de Mambrino, pero los dos no pueden tener razón puesto que la realidad no es doble.
Hay una experiencia cotidiana a favor de la objetividad moral. Es la siguiente: la inmoralidad que se denuncia en los medios de comunicación y se condena en los tribunales, no sería denunciable ni condenable si tuviera carácter subjetivo, pues subjetivamente es deseada y aprobada por el que la comete. Con otras palabras: si los juicios morales sólo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes que condenan lo inmoral podrían estar equivocadas. Y, en consecuencia, si la moralidad no se apoya en verdades, las leyes se convierten en mandatos arbitrarios del más fuerte: del que tiene poder para promulgarlas y hacerlas cumplir por las buenas o por las malas.
Otra experiencia cotidiana nos dice que hay acciones voluntarias que amenazan la línea de flotación de la conducta humana, y que pueden hundir o llevar a la deriva a sus protagonistas: los hospitales, los tribunales de justicia y las cárceles son testigos de innumerables conductas lamentables, es decir, impropias del hombre. Al enfrentarse a esta evidencia, el relativismo moral hace agua y queda descalificado por los hechos. Defenderlo a pesar de sus consecuencias es una postura irresponsable.
Es preciso reconocer que en la raíz de la democracia hay absolutos morales, que no son dogmas ni imposiciones. Son criterios inteligentes, necesarios como el respirar. Los encontramos en ese fondo común de todas las legislaciones y códigos penales: no robar, no matar, no mentir, no abusar del trabajador, no abusar de la mujer… Además de estar recogidos en las leyes, estos principios absolutos deben informar la educación de las jóvenes generaciones.
De acuerdo con Hillary Putnam, pensamos que: La razón fundamental por la que defendemos que hay juicios morales correctos y equivocados, y perspectivas morales mejores y peores, no es sólo de carácter metafísico. La razón es, sencillamente, que así es como todos nosotros hablamos y pensamos, y también como todos nosotros vamos a seguir hablando y pensando. (Publicado en www.ideasclaras.org/es, difunde la palabra del Papa Francisco)