Por: Mg. Miguel Koo Vargas (*)
El historiador inglés del S.XX Lord Acton decía que “el poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente”. ¿Hasta qué punto podríamos tener un sistema político exento de la corrupción, la ambición, y la violencia? Sería básicamente un sistema de negación basado en la indiferencia y la ponderación de los intereses personalísimos. Todos los políticos, sin excepción, se postulan a un cargo público alrededor de un profundo marco de ingenuidad que les hace creer que son la solución a los problemas que le aquejan a la sociedad, y, para convencernos de ello, se valen de su imagen. La construcción de una imagen depende de tres factores esenciales: la identidad de la marca, los objetivos que se desea conseguir, y las necesidades de la audiencia. Cuando hablamos sobre la construcción de una imagen política, nos referimos a todos aquellos elementos y estímulos que, armonizados entre sí, envían un mensaje al ciudadano y potencial elector.
¿Por qué decimos entonces que los políticos construyen su imagen sobre una falacia mesiánica? Es muy sencillo, lo primero que debemos entender es que la imagen es una construcción subjetiva. La misma percepción del candidato sobre sí mismo, varía entre sus familiares, amigos y gente que le rodea. A unos le parecerá un tipo honesto, y a otros no, dependiendo de lo que cada uno crea o interprete lo que es la honestidad. Entonces, ¿cómo puede un político convencer que es honesto? Exactamente, independientemente si es o no honesto, tendrá que establecer un aparato de comunicación (desde su discurso, su lenguaje no verbal, sus propuestas, etc.) que estimule a los electores a creer que es un tipo honesto. Se puede valer de recursos como una hoja de vida sin denuncias, una reputación positiva en su gremio profesional, utilizar testigos, garantes o influenciadores que avalen su comportamiento honesto, etc. Es decir, evidencias verificables que respalden su posicionamiento. La pregunta que surge a continuación es ¿puede un influenciador ser garante de honestidad de un candidato? Pienso en el ejemplo de Mario Vargas Llosa con Ollanta Humala, y la pregunta se responde por sí sola.
¿Puede un hombre deshonesto venderse como un político honesto? Pero por supuesto, no hace falta mencionar ejemplos que incluso han terminado hasta presos. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que un político siempre tiene que decir que es honesto, y que cumplirá su palabra, y que no robará. Esto es algo que se deduce por sentido común, pero no solamente debe decir que es un político honesto, además, debe decir que es el indicado para solucionar los problemas que nos aquejan como sociedad. Es así que nos encontramos frente a un discurso mesiánico que se incorpora a la imagen del candidato. Creer que un hombre es capaz de resolver los problemas de la gente es una de las ideas más irreales que acompañan al ser humano desde el origen de la Creación. Nuestra naturaleza siempre tiende a convertirnos en un dios para los otros, de ansiar el poder e influenciar a otros a que nos sigan.
La tentación del político es la misma, pues pasa siempre por demostrar que es un modelo válido de referencia, y para ello debe ejecutar un plan de imagen y comunicación que respalde su autopercepción. Se encarga de desarrollar su imagen y cultivarla a través del tiempo para después venderla a los electores. ¿Qué sucede cuando tenemos a un grupo de individuos que comparten esta misma ilusión de ser la mejor opción para resolver los problemas de la gente? Según el psicólogo español, Dr. Iñaki Piñuel, se “desarrolla un desorden conflictual que procede de la igualdad y de la equiparación con el otro que garantiza la guerra de todos contra todos”. Como resultados característicos de estos hombres que se postulan como candidatos ejemplares, aparecen la rivalidad, la envidia, los celos, el resentimiento, la competitividad, los juegos sociales y psicológicos de suma cero. Es decir, nos encontramos con una guerra relacional en la que hace falta hacer “todo cuanto sea necesario” para destruir al adversario. No es ninguna sorpresa que en nuestra política veamos ataques de todo tipo, que pueden dañar incluso la integridad física o el entorno familiar de una persona. Las ansias de poder eclipsan por completo el juicio de un individuo hasta el punto de someter su propia libertad e identidad al gusto del elector. Así podemos ver a políticos tiktokers, bailarines, actores, cómicos, que caen en la ridiculez y desfachatez, presos de la atención y los aplausos de la gente.
El aparentemente benevolente discurso del “servicio” que propone un candidato es un camino tan irreal como la mentira autocumplida de aquel que se postula diciendo que “yo solo quiero servir a mi patria” y de aquel que dice “el poder nunca me cambiará”. Hay que ser muy inocentes para creer que el poder no podrá corromper a uno, puesto que, todos aquellos que han sido arrastrados por su arrolladora fuerza gravitacional, ya no han logrado revertir la situación. Cuando menos pensaron, fueron arrastrados hacia la espiral de la oscuridad, y estando ya perpetrados en el poder, no lograron tampoco darse cuenta de lo que les había ocurrido. Cambiaron por completo su forma de ser, modificando su propia esencia a merced del poder. Los primeros en notar estos cambios de comportamiento despóticos son la familia y el círculo social inmediato.
¿Es posible el cambio?
Es necesario iniciar una profunda reflexión que nos lleve hacia una metanoia o conversión ante la crisis social en que nos encontramos. Reconocer que somos presos de un metaprograma narcisista que todo el tiempo postula a los hombres, desde temprana edad, a convertirse en la solución de los problemas de los demás y a no trabajar primero en solucionar los problemas personales. Aceptar que intentamos desplazar a Dios en un mundo que vive de espaldas a la verdad, y comprender que la única forma de no estimular la espiral de la rivalidad y la violencia es renunciando a ella. Es decir, identificar la trampa del poder y salir de ella antes de caer presos en su arrolladora fuerza de arrastre.
(*) Analista y asesor de Comunicaciones