No nos queda la menor duda que el general José de San Martín tuvo especial cuidado en emplear las palabras adecuadas a la hora de proclamar la independencia del Perú un día como hoy hace exactamente 200 años. Desde uno de los balcones de la Municipalidad de Lima y ante un pueblo que lo escuchaba con ansiedad tras haber soportado 286 años de dominación española, el libertador dijo que a partir de ese momento el Perú era libre e independiente por la voluntad general de los pueblos.
Nada puede ser más real. Ocho meses antes, el 27 de noviembre de 1820, desde el histórico balcón de Huaura, donde tenía establecido su cuartel general, el mismo libertador San Martín adelantó esta solemne declaración. Un mes después, el 27 de diciembre de aquel mismo año, el cabildo de la entonces intendencia de Lambayeque expresó su adhesión a la causa de la independencia y oficializó esta decisión con el levantamiento de un acta firmada por sus principales autoridades y vecinos notables. Dos días después, 29 de diciembre, hizo lo propio la ciudad de Trujillo. Tumbes y Chachapoyas lo harían el 7 y 13 de enero de 1821, respectivamente. Y así, la voluntad emancipadora de los pueblos del Perú no tardó en generalizarse.
Sumándose a esta corriente ya incontenible, que recorría el territorio nacional de una a otra banda, el 12 de febrero de ese mismo año las autoridades del vecino distrito de Moro, perteneciente en aquel entonces a la intendencia de Huaylas, también se sumaron a la causa con la firma de un acta de adhesión.
A decir verdad, esta suma de voluntades, engendrada por el derecho connatural a la libertad, tuvo su origen muchos años antes. Numerosas rebeliones indígenas, algunas de las cuales ni siquiera son mencionadas en los libros de historia, se encargaron de encender y propagar la llama de la libertad. El detonante no pudo ser otro que el abuso sin límites al que fue sometido el Perú por parte de la corona española. El trabajo forzado que imperaba en las haciendas y en las minas estuvo basado en un régimen estrictamente esclavista, sin derecho a ninguna compensación. Además, por el solo hecho de haber nacido indios, había que soportar la humillación de pagar un tributo al rey de España. Producto de estas injusticias y después de casi tres siglos de sometimiento, de los 14 millones de habitantes que había en el Perú a la llegada de Pizarro, la población autóctona se redujo a menos de tres millones. Los abusos ya eran intolerables y la reacción contra ellos no se hizo esperar.
La más icónica de estas rebeliones estalló el 4 de noviembre de 1780 bajo el mando de José Gabriel de Condorcanqui, Túpac Amaru II, cacique de Tinta, Surimana y Tungasuca, y asimismo descendiente directo del cuarto inca Túpac Amaru. Como un reguero de pólvora, la insurrección se extendió rápidamente por los departamentos de Cusco y Puno y durante seis meses hizo temer lo peor al virrey Agustín de Jáuregui. Sin embargo, con toda la superioridad bélica a su favor, el ejército español logró imponerse no sin antes sufrir numerosas pérdidas. En represalia, el 18 de mayo de 1781, Túpac Amaru II, junto con su esposa Micaela Bastidas y todos sus hijos, fueron cruelmente ejecutados.
Treinta años después, en 1810, se produjo el grito libertario de Tacna en la persona de Francisco Antonio de Zela. El movimiento no logró prosperar porque fue delatado por uno de sus propios impulsores. En el 1812 estalló otra rebelión en Huánuco encabezada por Juan José Crespo y Castillo y un nuevo alzamiento fue el de Enrique Pallardelli, también en Tacna, en 1813. Otra de las rebeliones que en 1814 alcanzó grandes proporciones fue la que protagonizó el brigadier Mateo Pumakawa, cacique de Chincheros. El movimiento se extendió por todo el sur del país hasta 1815 después que Pumakawa fue hecho prisionero y ejecutado. Otro de los mártires de esa gesta fue el poeta Mariano Melgar.
A pesar de poseer una mayor preparación militar y estar dotado de mejor armamento, además de tener a su disposición una imparable caballería, para el ejército español no fue del todo fácil sofocar estas sublevaciones. En una nueva versión de David contra Goliat, las ansias de libertad jugaron un papel aparte y decisivo. No obstante la crueldad con la que fueron sofocados estos alzamientos, la llama de la independencia nunca se apagó. Logró mantenerse viva.
Un papel gravitante en esta etapa de nuestra historia fue el que cumplieron los llamados próceres de la independencia, entre ellos el médico Hipólito Unanue, maestro de la hoy Facultad de Medicina San Fernando, y el sacerdote Toribio Rodríguez de Mendoza, rector del Real Convictorio de San Carlos. Ellos se encargaron de fertilizar las ideas de la libertad entre sus alumnos y miembros de círculos intelectuales.
Por esa razón, cuando San Martín proclamó la independencia, lo hizo convencido de contar con el respaldo de una voluntad general. Sin embargo, no se puede negar que la independencia del Perú habría de consolidarse recién el 9 de diciembre de 1824, con la firma de la capitulación de Ayacucho. En este documento, que fue suscrito inmediatamente después de concluida la batalla, España acepta retirarse para siempre del Perú y de otras colonias de Sud América. El documento lleva la firma de quienes se enfrentaron en esta histórica y decisiva acción de armas, el general José de Canterac, jefe del estado mayor del ejército español, y el general Antonio José de Sucre, jefe del ejército libertador.
Paradójicamente, los tres años y medio que transcurrieron entre la declaración de la independencia y la firma de la capitulación de Ayacucho, fueron marcados por una atmósfera de indecisión e incertidumbre. Mientras por un lado don José de San Martín ejercía las funciones de presidente provisorio, por otro lado el virrey La Serna insistía en ser él quien daba las órdenes en el Perú. En medio de este paralelismo y ambivalencia, la clase dominante integrada por los dueños de haciendas, encomiendas y corregimientos, optó por asumir lo que ahora conocemos como cálculo político. Cualquier decisión quedaba a la espera de un desenlace definitivo. Mientras tanto, lo mismo les daba declararse hoy a favor de la independencia y mañana a favor de la corona española. Todo dependía de quien garantizaba mejor la intangibilidad de sus propiedades y privilegios. Fue por eso que muchos de estos personajes no aceptaron el pedido de San Martin de autorizar la incorporación de sus hijos en las filas del ejército libertador. En contraposición, ellos acordaron enviar a tres sirvientes por cada uno de sus vástagos. Esa fue la cuota con la que contribuyeron a la causa de la independencia.
Gran parte de esta incertidumbre habría de cambiar el 12 de noviembre de 1823 con la promulgación de la primera constitución política, donde se declara al Perú una república libre y soberana.
Fue precisamente con la llegada de la República cuando la constitución fue sometida a sucesivos cambios, dando lugar a la aparición una pléyade de aventureros y advenedizos que aprovecharon la inestabilidad política para levantar las banderas de la insurrección y lo que en realidad buscaban estos aventureros era ponerse al servicio de los grupos de poder para defender, sin tapujos y sin decencia alguna, intereses económicos particulares. Para nada importaba que el Perú se desangrase inútilmente.
Fue también por esos años cuando se produjeron algunos eventos que pusieron a prueba el amor al Perú. Uno de ellos fue el heroico combate del 2 de mayo y posteriormente la resistencia a la invasión chilena. Es en ese escenario donde resalta la figura de Don Miguel Grau Seminario y miles de peruanos, muchos de ellos anónimos, que ofrendaron su vida en defensa de la patria. Gracias a ellos ahora sabemos lo que es decencia y orgullo nacional.
Salvando las distancias del tiempo, se puede afirmar asimismo que una de las últimas jornadas de peruanidad que hemos vivido ocurrió el 15 de noviembre del 2020 en las calles de Lima. Más de 100 mil peruanos, jóvenes en su mayoría, consiguieron ese día la renuncia de uno de los cuatro presidentes que tuvo el Perú en el transcurso de un mismo año.
Como bien lo ha hecho notar la historiadora María Rostworowski, nada le ha hecho más daño al Perú que las rivalidades internas y el enfrentamiento entre los propios peruanos. Fue precisamente la enemistad entre los hermanos Huáscar y Atahualpa lo que puso en bandeja a Pizarro la conquista del Perú. Con el paso de los años, estas rivalidades han servido como caldo de cultivo para que muchos caudillos puedan jalar agua a su propio molino, sin importar el interés nacional. Transportadas el terreno político, como sucede hoy en día, estas rivalidades han devenido en una diametral polarización como acaba de suceder en el último proceso electoral.
Al cumplir hoy 200 años de peruanidad, nada puede resumir con mayor exactitud el sentimiento que inspira esta efemérides, que la frase que pronunció el entonces comandante Roque Sáenz Peña después de caer herido y ser hecho prisionero en la batalla de Arica, el 6 de junio de 1881. Tras saludar militarmente el cuerpo inerte de quien fuera su jefe el coronel Francisco Bolognesi, se despidió de él exclamando a todo pulmón. ¡Viva el Perú, carajo!