(Parte I)
Por: Miguel Rodríguez Liñán (*)
Después de un fallido intento por leer La reprise de cuerpo entero, abandoné vencido por el rompecabezas. Por allí dejé los pedazos de éste, sobre la mesa de mármol bella y pulcra de la escritura, en la página cien, exhausto. Para seguir en la onda del dernier cri en la literatura francesa contemporánea, empecé anteayer a leer al célebre Michel Houellebecq, al menos para enterarme de su trabajo. Este autor que abomina de él mismo y de toda la humanidad, en especial de sus compatriotas y de la civilización occidental, puede inscribirse, como el propio Robbe-Grillet, en la línea de un ancestro que tienen en común: el divino Marqués D. A. F. de Sade.
Michel Houellebecq nació en la isla de La Reunión (1958), territorio francés de ultramar que también vio nacer al poeta parnasiano Charles Marie Leconte, traductor de Homero, más conocido como Leconte de Lisle. Esta isla situada en el Océano Índico, es rica en paisajes, montañas, café, tabaco, vainilla, muchachas morenas, comidas a base de pescado y ron (pensamos en el rhum de la Charrette); pero el áspero Houellebecq dice estas cosas: « No hay que temerle a la felicidad: no existe. » Su primera novela, Extensión del ámbito de la lucha, fue publicada en 1994; pero la que lo consagró internacionalmente, puesto que fue traducida a 25 idiomas, fue la segunda, Las partículas elementales (1998). Este año fue finalista del prestigioso premio Goncourt con su última producción: la novela Plataforma, que estoy leyendo y que me ha inspirado esta nota.
Fiel a su clasicismo, la Academia Goncourt otorgó el premio a un escritor de estirpe muy distinta, y cuyo nombre no recuerdo, por una novela titulada Rouge Brésil (Rojo Brasil), que cuenta las peripecias de unos pioneros franceses en el Brasil del siglo antepasado. El premio Médicis se lo dieron a una novela titulada Voyage en France (Viaje en Francia), obras que, tal vez, lea posteriormente –aunque lo más probable es que no las lea. Acabo de darme cuenta que, aunque no le hayan otorgado el premio, Houellebecq quedará para la posteridad por la excelencia de su arte. Estos libros se venden, demás está decirlo, como pan caliente. Es que en Francia se consume literatura de excelente, buena, mediana y mala calidad (ésto es relativo y depende del gusto de cada quien) como pan, queso o vino: en cantidades industriales.
Para sorpresa mía, encontré el libro de Houellebecq en los escaparates de un supermercado. Al leer el primer párrafo sentí como un bofetón. La verdad, compré el libro de Houellebecq porque hablaba en ese primer párrafo de la muerte de su padre. Después, nos enteramos que dicho deceso le importa un bledo al extraño narrador, que no tiene la menor trascendencia, ni siquiera una implicación notable en su vida, y que a decir verdad carece de la menor importancia, aparte del aspecto financiero, pues cobra varios millones de francos, platal que recibe con cierta indiferencia. Traduzco: « Mi padre murió hace un año. No creo en esa teoría según la cual nos convertimos en adultos de verdad con la muerte de los padres. Nunca llegaremos, de verdad, a ser adultos. » A la línea siguiente, segundo bofetón, aunque debo aclarar que no se trataba de una lectura objetiva, esta vez con mano abierta: « Frente al ataúd del vejete, me invadieron pensamientos muy feos. El viejo pendejo había aprovechado muy bien de la vida, se las había arreglado muy, muy bien. « Tuviste hijos, huevón –pensé con cierto ímpetu–, metiste tu pija enorme en el coño de mi madre. » Es cierto que estaba un poco nervioso. No todos los días hay un muerto en la familia. No quise ver su cadáver. Ahora prefiero evitarlo. Por esta razón nunca compré un animal doméstico. » ¿Cómo puede decir esas cosas tan horribles tratándose de su progenitor? ¿O será una radiografía de la crisis de la familia y el exacerbado individualismo en esta nuestra Quinta República y de los llamados « primeros mundos »? Houellebecq es un escritorazo que no se anda con medias tintas. Ya sea conmociona, ya sea repugna, ya sea fascina, no hay terreno neutral, local o visitante, goleada en cualquier sitio. Es, además, un escritor moderno que habla de todo lo moderno, es decir de cosas aburridas como la economía de mercado y las marcas de televisión. Pero la escritura es como elástica, agridulce y cargada de violencia. Estos procedimientos le dan fuerza dinámica; y la mezcla de complejidad y simplicidad, belleza. Este es el motivo de la presente reflexión: no importa lo que se dice sino cómo se dice, es decir, con qué palabras y en el corsé de qué armazón estilística –no necesariamente sintáctica o gramatical. Es la vieja dicotomía entre el fondo y la forma, el contenido y el estilo. Para los estilistas, prevalece la forma; para los novelistas y narradores de cepa, la historia contada. Ambos elementos son válidos y, al menos teóricamente, pueden ser complementarios, como en las novelas de Vargas Llosa cuya perfección es tan prodigiosa que parece inhumana. No divina –con la idea que cada quien tenga, o no, de esta noción–, por si acaso, sino exageradamente perfecta y con una hegemonía del intelecto. Houellebecq utiliza mucho el recurso del relleno y de los tiempos muertos pero los compensa o atenúa con fuertes condimentos en los episodos eróticos, tal es su técnica y hay que admitir que le sale magistralmente.
(*) Escritor y Poeta radicado en Francia.