Por: Miguel Rodríguez Liñán (*)
(El presente es un comentario literario del libro Testamento de la Tormenta del poeta piurano Mario Wong que radica en París)
Mario Wong ha escrito una novela de fuerza peculiar, de compleja urdimbre, intelectualmente tormentosa como el título cuya gravedad remece, de apretada escritura cortante, El testamento de la tormenta, Huerga Fierro Editores, 1997, Madrid, España.
Un cuadro de Giorgio De Chirico –composición del pintor César Escalante– impacta en la portada del libro. Vemos un busto que podría ser de Guillaume Apollinaire, busto grecorromano, sumido en la sombra, con lentes oscuros de detective o de mafioso. Se recortan perfiles y fósiles. Una coliflor de lava: explosión, apocalipsis, apocatastasis. También un laberinto griego; este aspecto físico del libro lo prefigura, anuncia esos corredores y caminos ciegos donde el novelista perseguirá, obcecadamente, para matarlo, al minotauro; o mejor dicho al dragón.
Atreverse a escribir una novela en la segunda persona del singular donde el tú fantasmático parece esquivo, donde un yo oculto y al acecho como un francotirador se dirige a sí mismo, requiere, para que la historia sea verosímil, destreza sintáctica, destreza simplemente. El riesgo de confusión es constante –pero tal es el propósito–, verbos y pronombres patinan en un terreno resbaladizo, el hilo conductor de la novela parece desvariar, el tú cojitranco es súbitamente reemplazado por el yo clásico; la dificultad reside en perseguir los tú y los yo –pronombres cambiantes, pronombres tortuosos, pronombres serpentinos que reptan por los elegantes laberintos de la escritura– sin darles tregua y descubrirlos en el momento de su transformación.
A veces, la voz omnisciente del relato tradicional es abolida por el impacto del tú. Esto es una forma de violencia gramatical, de desafío sintáctico. Egolatría del yo, austeridad del tú. El yo se metamorfosea en tú, el tú en yo, ésto me suena familiar como el Je est un autre rimbaldiano. Guillotinazos. Parecería que el autor se ajusticia a sí mismo implacablemente. La ejecución de comunistas en Shangai, de rodillas, el torso desnudo, brutalmente enmascarados, atados a un poste, fusilados o pasados a garrote, los cuerpos decapitados después de inimaginables tormentos físicos durante la insurrección de los Boxers.
Me atrevo a sugerir que la novela rebaña en un líquido espeso de mórbida fascinación por el tormento de los cuerpos, del cuerpo; del cuerpo como bulto anómalo, absurdo, que escapa provisoriamente de la nada, nace, crece, ama o no, goza o no, sufre con certeza y luego muere, muerte que lo redime de su absurdidad. Pero insisto, la corriente de conciencia del escritor despista de manera deliberada al lector, el tú es yo y no lo es, el tú es un personaje, el personaje epicéntrico en torno al cual, concéntricamente, como ondas sísmicas, giran los muchos círculos del infierno descrito –pesadillas, desastres emocionales, coches bomba de la psiquis, explosiones interiores, desconcertantes interpolaciones espacio-temporales, las cloacas del ser, el propio cuerpo supliciado por el alcohol, los delirios apocalípticos del loco Ubaldo salpimentados de astrología. Y, por acción de un verdugo misterioso, invisible, se decapita un capítulo y surge otro con cabeza nueva, brillante, sanguinolenta, embadurnada de placenta como el cráneo de un recién nacido.
No se avizora paraíso alguno en El testamento de la tormenta, al contrario, es una teoría poética de la putrefacción. A Wong le place referirse a ésta con expresiones recurrentes, pudriéndose, putrefacto, caos, destrucción, laberinto de sombras, flor de muerte, fuerzas oscuras. Suscintamente se evoca el paraíso perdido de la infancia en Piura, algodonales, peces plateados, carrizales, chicha bajo una arboleda y algarrobos sedientos (ésto me hizo pensar en el poeta Roger Santiváñez, piurano también), guayabas, tamarindos, mangos y frutas doradas.
La novela describe el infierno personal del escritor –trascendido por su narrativa poética, catarsis verbal que aspira a la liberación del supliciado– en la difícil década de los 80, años de convulsión política y exacerbada violencia en el Perú.
Reitero: hay ondas sísmicas de la escritura y círculos no sólo infernales sino también acuáticos, ondas en torno a la piedra arrojada al agua, ondas ora elásticas, ora asfixiantes. Se despliega un laberinto referencial, una proliferación de personajes, una geografía noctámbula de Lima, el Wony, el jirón Quilca, el Negro Negro, e incluso precisiones distritales, la Victoria, Maranga, Lince. Y la palabra desolación es un leit-motiv.
Hay también un despliegue de intelecto aguzado que se codea con la poesía (« árboles de ceniza y ladrillos de fuego ») y la crudeza del lenguaje coloquial. Discurren en la novela torrentes de alcohol, arrastrando vísceras y estalactitas.
Hay una especie de campo léxico de la destrucción, el ojo arrancado y sanguinolento de una tormenta constante, destrucción y destrucción; pero esta tormenta es también de índole lírica y aspira a la redención del cuerpo crístico, del cuerpo martirizado, flagelado, clavado, del yo supliciado que suele suplantar el tú; ese campo léxico de la destrucción –subsuelo, droga, trago, lucifer, coche bomba, sendero luminoso, tortura, abismo, caos, soledad, locura y muerte–muestra, como un buey recién despellejado que cuelga de un gancho (Rembrandt), el cuerpo semántico del escritor acribillado por signos traumáticos.
Sólo la escritura, la operación catárquica por excelencia, le permitirá vislumbrar la salvación. La literatura o ejercicio poético es el acto final, definitivo, cuya justificación reside en sí misma. Una luz opaca y brillante, la luz de una luna negra donde el supliciado contempla con cierto desdén su propio cuerpo. Porque el escritor ha llevado a término el combate más feroz, ese que ninguna revolución que no sea del Ser, redime, el combate contra sí mismo.
Marsella, 30 de abril del 2002
(*) Escritor y poeta radicado en Francia