Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Hacia 1996, el escritor Mario Vargas Llosa, en “La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo”, había conjeturado que el indigenismo –el indigenismo literario– estaba liquidado. Ciertamente, fue una crítica certera: ninguna ficción indigenista, al menos las de la primera mitad del siglo XX, podía superar la cambiante realidad (los gamonales dejaron de existir, los latifundios fueron repartidos por la reforma agraria de Velasco, los indios migraron a las ciudades). Así, el proyecto indigenista peruano, que buscaba reivindicar político-estéticamente al indígena, ya no tenía razón de ser, sobre todo, en un mundo globalizado y moderno.
Pero la crítica vargasllosiana fue un tardío disparo. Fue anacrónica. Haberla pronunciado en 1996 era casi como decir que el pierolismo (o hasta el odriísmo) estaba fulminado políticamente. Es verdad: la realidad mutable hizo que las novelas indigenistas quedaran relegadas y terminaran por convertirse en acervo para académicos. El fuego de la novela indigenista se apagó una vez el indio comenzó a beber de muchas fuentes: la tecnología, la urbanización, la proletarización. Pero esto ya era notorio mucho antes de 1996.
Sin embargo, ahora lamento más constatar que el disparo fue inútil. Esto es, la crítica vargasllosiana fue efectivamente certera porque dio en un blanco, pero su tiro fue de goma. El disparo no podía hacer daño. Pensó que, liquidando a Arguedas, estaba liquidando el indigenismo que este representaba (o viceversa). Pero la pregunta que primero tenía que hacerse era: ¿a cuál Arguedas?; ¿a qué tipo de indigenismo? Yo he encontrado, por ejemplo, una notoria diferencia entre el Arguedas escritor de “El zorro de arriba y el zorro de abajo” y el traductor del manuscrito quechua de Huarochirí. ¿Y es posible hablar de más Arguedas? El problema de disparar a este es que a veces tengamos que apuntar a un mero fantasma y no al cuerpo.
Ahora voy al fondo. ¿Y si Arguedas decidió liquidarse a sí mismo? ¿Cómo es eso? Veamos. Propongo la idea de dividir a Arguedas en dos: uno que defiende un indigenismo clásico (que busca, como dijimos, la reivindicación social de lo indígena y que, de algún modo, firma un programa ideológico) y otro que defiende un indigenismo intemporal (vale decir, que ya no defiende un ideario cerrado, sino que apuesta por mitos y busca fundirlos en la realidad nacional). Arguedas sabía que el indigenismo clásico tenía fecha de caducidad, precisamente, por la realidad cambiante. Por eso, con una honestidad admirable, decidió eliminar una parte de él: dejó de ser ese indigenista tradicional, mero contestatario, para convertirse en un indigenista visionario, sin fecha de caducidad: esto es, el Arguedas traductor del manuscrito de Huarochirí, un cincelador de mitos en la modernidad.
En todo caso, a mí me parece loable que una persona sea dos y no una. Las personas unidimensionales provocan tedio. Es más, un hombre contradictorio me resulta más vivo que otro coherente. La coherencia del humano es un atributo, no una esencia. Como fuese, lo que más aprecio de la figura de Arguedas es su enorme potencialidad de metamorfosearse, de escindirse. Y, por lo tanto, este artículo –este tiro– también puede ser solo una balita de ‘tecnopor’.
(*) Magister en Filosofía por la UNMSM