DR. WESLYN VALVERDE ALVA
La irrupción violenta del COVID- 19 en el mundo lo ha trastocado todo. Definitivamente, pasará mucho tiempo para que el ser humano regrese a sus formas habituales de trabajo, de estilo de vida y -lastimosamente- a su manera de entenderla. El virus ha exteriorizado nuestra solidaridad fraterna en la adversidad, pero también, un egoísmo innato alimentado por nuestras desigualdades sociales y, aunque parezca decepcionante, por un inexplicable placer por lograr que experimentemos sensaciones de angustia y de miedo.
Desde hace algún tiempo, la Organización Mundial de la Salud ha venido empleando el término infodemia para referirse a la “sobreabundancia informativa falsa y a su rápida propagación entre las personas y medios”. No se trata de un vocablo nuevo (incluso en su acepción original hace referencia únicamente a la abundancia informativa sobre un tema), pero lo que sí resulta interesante es evidenciar cómo este suceso, aparentemente inocuo, ha resultado ser uno de los principales óbices que han encontrado quienes buscan una solución al problema o un poco de calma en estos tiempos.
Y es que el Perú se ha convertido en un ejemplo vivo del fenómeno descrito. Mensajes virulentos, nefastos, conspirativos y apocalípticos invaden los canales virtuales, secundados por esfuerzos increíbles de las masas por difundir aceleradamente la desinformación y el miedo. Por otro lado, también abundan las panaceas, curas milagrosas caseras, y medidas extremistas que, de ejecutarse, “mejorarían notablemente el panorama”. La información sobre el tema es abundante, frustrante y, en su mayoría, falsa; la desinformación originada resulta, a la larga, peor que la enfermedad.
Discutir los motivos que llevan a alguien a desinformar sería parte de un estudio psicológico (o psiquiátrico). Sin embargo, la razón por la cual son replicados incontrolablemente en nuestro país invita a pensar que el principal problema, como siempre, se encuentra en nuestra tan maltratada educación. Nuestra capacidad de discernimiento y criticidad no nos permite diferenciar la información con tintes fraudulentos de la que es real. Incluso, la indagación e investigación como recursos básicos de contrastación y de conocimiento, se ven anulados por un miedo exacerbado, pero además por una ausencia de empatía que, al parecer, la sociedad peruana tampoco ha sabido impulsar.
Estos tiempos deben servir de aprendizaje. La era de la información en la que nos encontramos debe ser una aliada y no aquella que nos condene. Comencemos por aprender a pensar en el otro. Esa es la piedra angular que nos impulsa a asumir compromisos de autorregulación con respecto a la información. La responsabilidad en estos tiempos es algo que debemos aprender desde nuestros hogares y con nuestras familias, sobre todo con la comunicación, que es el instrumento que más satisfacción le ha acarreado a una especie que hoy necesita ser más humana que nunca.
Doctor en Educación. Docente de la Universidad Nacional del Santa. Especialista en comunicación, investigación y gestión escolar.