Opinión

DÍA DE LA MUJER Y FEMINISMO

POR: GERMÁN TORRES COBIÁN

Mientras pergeño esta nota, me entero de que, en claro desafío a uno de los derechos inalienables de la mujer y en irresponsable  provocación al movimiento feminista de España, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid  ha ratificado su prohibición de celebrar manifestaciones en esta ciudad por el Día de la Mujer. Lo curioso es que, en el resto de las comunidades de la península ibérica, tal prohibición se ha pasado por alto.

España es uno de los países del mundo donde el movimiento feminista es más enérgico y organizado. Pero, a pesar de los progresos realizados en cuanto a igualdad de derechos con los hombres,  la emancipación femenina en ese país aún no es  completa. De allí que, a mi juicio y a pesar de la prohibición susodicha, las féminas madrileñas y de todas las regiones autónomas volverán a salir a las calles este 9 de marzo.

Por otra parte, en los días previos y durante tal conmemoración, los medios de comunicación de medio mundo han dedicado sus editoriales y mejores páginas a desenterrar todos los tópicos existentes sobre los “derechos de la mujer”, “la igualdad entre sexos”, “la equiparación de salarios entre hombres y mujeres”, “la igualdad de oportunidades para acceder al trabajo”, etc., etc. Igual que en años anteriores y tal como será en los años venideros. Lo que no se dirá seguramente es que en la gran mayoría de los países del mundo, los gobernantes, los legisladores y la sociedad en general hacen tabla rasa de todos los artículos que se escriben sobre las reivindicaciones de las mujeres; que se olvidan inmediatamente las recomendaciones que se hacen en los foros internacionales sobre el importante papel que debe jugar la mujer en el desarrollo social, cultural y económico de un país; que se ignora el rol primordial  que juega el pensamiento feminista y que ha llevado a este movimiento, al menos en Europa, a conquistar  para la mujer, significativas parcelas de decisión en variadas e importantes instituciones y en la misma sociedad. Es a este último aspecto al que queremos referirnos brevemente al recordar a la gran  novelista y ensayista francesa Simone de Beauvoir, compañera del filósofo existencialista  Jean Paul Sartre  y considerada como mentora y madre de las reivindicaciones femeninas en el Viejo Continente.

Simone de Beauvoir nace en París en 1908 y en su infancia prueba los sinsabores de la decadencia económica de sus padres  Pasa de la opulencia a la pobreza en un abrir y cerrar de ojos debido a la bancarrota de su familia.  Los años de la “belle epoque” fueron escenario de la adolescencia y juventud de Simone. Vivió sus primeras experiencias existenciales en los años veinte, después de que la Primera Guerra Mundial hubiera acabado con la sociedad del siglo XIX. En Rusia, los bolcheviques parecían estar inventando el futuro; la revolución tecnológica  cambiaba la faz de la tierra. Había aparecido un nuevo tipo de mujer, la chica liberada y emancipada, dos palabras de moda. Se acabaron los corsés y las enaguas hasta los tobillos; las muchachas se cortaban el pelo a lo garzón, enseñaban las piernas, conducían coches, piloteaban peligrosas avionetas. Eran los febriles y maravillosos años veinte, los crispados e intensos años treinta. Tiempos de renovación en los que la sociedad se analizaba a sí misma buscando nuevas formas de ser. Había que acabar con la tradicional moral burguesa, y en el ardor de aquellos años se pusieron en práctica todos los excesos que luego volverían a ensayarse, como si fueran nuevos, en los años 60: el amor libre, las drogas, la contracultura…

El pulso de la época se manifestaba con toda su intensidad en Montparnasse, el barrio parisiense en donde Simone vivió toda su vida. Por allí pasaron Trotski, Lenin, Modigliani, Picasso; por allí anduvieron los surrealistas (Bretón, Aragón), una tropa bárbara y risueña que se dedicaba a reventar funciones teatrales y a liarse a palos contra los burgueses. La cocaína circulaba en los bares, se experimentaba con la psicodelia (Sartre se inyectó mescalina en 1935 y anduvo medio loco un par de años: decía que le perseguía una langosta), se bebía en exceso.  En medio de todo este mare mágnum, Simone de Beauvoir postulaba  (junto con Sartre) “salvar el mundo a través de la literatura”. ¿Quién podría hoy creer , en su sano juicio, que la literatura sirva para cambiar el mundo, o siquiera que el mundo pueda ser salvado de algún modo? La puerilidad del empeño sólo tiene parangón con el nivel de megalomanía que supone. Y es que Sartre y Simone fueron en esto almas gemelas: elitistas, narcisistas, insufriblemente egocéntricos. En su novela “La invitada”, Simone dice de sus protagonistas (que son un calco de Sartre y ella), que ambos “estaban juntos en el centro del mundo, el cual debían explorar y revelar como misión prioritaria de sus vidas”. Esa misión se desarrollaba a través de las palabras. Pocas veces se ha visto a dos seres tan dependientes de las palabras, tan construidos  por y para ella. Escribieron y hablaron incesantemente desde muy jóvenes: palabras escritas en libros o en innumerables cartas, palabras pronunciadas en los bares de París, o en las clases de instituto que ambos impartieron, o en agotadoras jornadas con chicos y chicas ansiosos de escucharlos. Grandes palabras maravillosas con las que construyeron mundos (lo mejor de la obra de Simone de Beauvoir son sus memorias y el ensayo feminista “El segundo sexo”).

Simone de Beauvoir y J.P. Sartre fueron esos grandes intelectuales que muchos conocemos: iconoclastas y comprometidos (fueron  prosoviéticos en épocas tardías), agudos pensadores capaces de sintetizar ideas fundamentales para su época: el feminismo de Beauvoir y el existencialismo de ambos, con el cual se propugnaba una nueva moral, la libertad y la responsabilidad absoluta del ser humano en la construcción de su propio destino.

Simone murió en 1986. Cuatro años después, Silvie, su hija adoptiva, publicó íntegramente las cartas personales de la brillante feminista. La publicación de sus papeles privados enturbiaron el mito de Simone. Ella, que tan impúdicamente aireó las intimidades de los demás, se convirtió de pronto en impúdico chismorreo. En cualquier caso, su imagen ahora es más completa, más confusa y también más humana, porque todos tenemos vergüenzas e incoherencias que ocultar en nuestras vidas privada Y al final, entre tanta gloria y tanta bohemia, lo que queda es la magnifica proeza de haber sido libre y responsable de su destino.