No hay un solo día en el que los medios de comunicación dejen de publicar con grandes titulares el abuso sexual del que son víctimas niñas y niños. Tan solamente en lo que va de transcurrido el presente año, los libros de denuncias que maneja la policía han registrado más de cien casos de violaciones contra menores de edad, que han tenido lugar en los distritos de Chimbote y Nuevo Chimbote. Este hecho que se incrementa día a día, ya es motivo de justificada preocupación.
Muy aparte del daño físico y emocional que estos actos ocasionan a sus víctimas, no deja de llamar la atención que muchas de las agresiones sexuales se producen al interior del entorno familiar. Observando las denuncias que se ventilan en los juzgados de la provincia del Santa, se puede ver con desagradable sorpresa que la mayoría de los violadores resultan ser los mismos padrastros, tíos, primos, cuñados y amigos de la familia. La circunstancia de vivir bajo un mismo techo o de frecuentar con regularidad la vivienda de sus víctimas, es aprovechada por los violadores con la más absoluta premeditación, ventaja y alevosía. Sin que la familia lo sospeche, resulta que el enemigo puede estar viviendo en la misma casa.
Pero por encima de estos agravantes, hay algo que sobrepasa los límites del espanto. Con el mismo grado de agresividad e incidencia, son algunos padres biológicos quienes protagonizan este imperdonable perjuicio en agravio de sus propias hijas. Para estos mal llamados progenitores no existe el escrúpulo ni el remordimiento. Tampoco los lazos de sangre, ni los valores familiares. Bien merecida tienen la cadena perpetua.
Aún así, en este mundo de degeneración y descomposición social, hay otros escenarios y otros actores que se suman a la interminable lista de violaciones sexuales. Nos referimos a los miembros de congregaciones religiosas, entre las que no se exime a la iglesia católica y templos evangélicos y agrupaciones que se autotitulan cristianas. Con el pretexto de hacer participar a los niños de un acto de sanación espiritual, se han visto casos de sacerdotes, pastores y predicadores que han terminado abusando sexualmente de niños y niñas. En nombre de la palabra de Dios, también se atenta contra la sociedad.
A todo eso, se ha sumado en los últimos años una plaga bien organizada de cibernautas que captan a niñas y adolescentes a través de las redes sociales utilizando una falsa identidad. Empleando toda clase de artimañas, les ofrecen participar en sesiones de modelaje y casting artístico, haciéndoles creer que van a ganar mucho dinero. Pero tan pronto como caen en sus redes, las menores con convocadas a un hotel o una vivienda desocupada donde terminan siendo abusadas. A todo eso, se han visto casos de conductores de hoteles, que permiten el ingreso de menores de edad, sin exigir el respectivo documento de identidad.
Lo lamentable de todo este drama cotidiano, es que un buen número de violaciones no llegan a conocimiento, ni de la policía ni de los juzgados. Por absurdo que parezca, muchos abusos sexuales terminan en el más absoluto silencio, protegidos por una especie de “secreto familiar”. Más puede la amenaza del agresor, el temor de enviar a la cárcel a un familiar cercano o simplemente el miedo al escándalo. Eso es algo que se debe superar a toda costa.
Mientras tanto, con denuncia o sin denuncia, es casi seguro que las víctimas de violación van a pasar el resto de su vida soportado un trauma imposible de superar. Van a carecer de autoestima y van a padecer un sentimiento de culpa del que no son culpables. Una vida destruida por completo.
Por consiguiente la única tabla de salvación que puede ayudar a revertir estas secuelas, es el Poder Judicial. Para que la sociedad se sienta protegida, las penas por violación necesitan ser aplicadas con todo el rigor que manda la ley. Sin contemplación para quienes nunca tuvieron piedad.