Opinión

EVOCANDO AL OLÍMPICO DE MARSELLA

Por: Miguel Rodriguez Liñán (*)

Ya no es el Valencia mítico de hace algunos años en la era del Piojo López, Mendieta, Kily Gonzáles y otros cracks. Tan virtuosos y milimétricos recuerdo a los muchachos de aquel Valencia, que parecían billaristas del fútbol. Sin embargo, perdieron la final contra el Real Madrid, que tampoco ya no es el mismo. El Olímpico de Marsella, que ganó la Copa de Campeones Europea el año 93, ya sólo existe en el recuerdo. O, como diría el filósofo: los hombres pasan, las instituciones quedan . Esa Copa de Campeones ganada por el Olímpico ha sido uno de los acontecimientos más importantes en la historia del fútbol francés. Desde entonces, perdieron los complejos, alzaron la cabeza, empezaron a andar con paso firme, y ahora el campeonato galo, si bien no se puede comparar al de Italia o España, al de Alemania o Inglaterra, es de muy alto nivel físico y técnico.

      Si me refiero a la Copa ganada en Munich con gol de Boli, es porque ahora Marsella anda inmersa en un delirio parecido al año 93. Después del partido anterior ganado contra New Castle, una persona perdió el control de sí frente a la multitud enloquecida, aceleró, atropelló a dos o tres, y la fiesta se transformó en drama para las víctimas, sus familias y amigos. Pienso en ésto hoy, día de la final en Göteborg, sentado en la terraza del Bar Olímpico de Marsella, con mi pata Ernesto de Cali, tan amateur de fútbol como yo. Esta mañana tomé fotos al frente, donde venden pescados y peces, los primeros desescamados y desviscerados delante del cliente; los segundos siguen moviéndose en las bolsas de plástico. Esta vez, el verano ya comenzó. Y ahora mira, le digo, la gran cantidad de especialistas electricistas, luminotécnicos e ingenieros de sonido instalando un muro de imágenes de cuarenta metros cuadrados, aquí en el Quai de Belges, para esta final de la Copa UEFA. Muchos hinchas y fanáticos han movido cielo y tierra, amistades e influencias, pero no han conseguido el boleto de ida y vuelta para Göteborg. Un viejo marsellés le dice a otro: « Mejor lo vemos aquí, piensa en los cuatro mil kilómetros del trayecto ida y vuelta, más de cuarenta horas de viaje en autobús. » En avión, ni hablar, ya no hay cupo, once mil hinchas vuelan por aire y por tierra en busca de adrenalina, de cualquier forma de éxtasis, o de angustia y dolor. Es que el puerto de Göteborg queda muy lejos, más allá de Dinamarca, más allá de Malmöe, rumbo a Oslo; a la derecha, está el mar Báltico. Finlandia y Rusia quedan por decirlo así a vuelo de pájaro. Me parece increíble, pero hasta esas tierras incógnitas van los hinchas del Olímpico y también los del Valencia, para que siga la fiesta de este misterio –tan humano– que es el fútbol. Se dice que el estadio de Ullevi es una mesa de billar, así que anden con cuidado, muchachos, aunque ya no estén algunos billaristas…

      Hemos llegado poco antes de las seis porque se corta el tráfico a partir de las siete. Y a partir de las ocho, adrenalina a full, hachís, cerveza y un mar de emociones fuertes, ya que cincuenta mil locos en el Vieux Port esperamos el desenlace. Cabe preguntarse, ¿y por qué tantas pasiones, que nada tienen que envidiarle al goce o a la tortura del amor, se desatan con el fútbol? Este día siento que la final se ha transformado, para muchos, en una razón de ser. Algunos periodistas locales hablan de un duelo legendario entre dos arqueros llamados Santiago Cañizares y Fabien Barthez. Como futbolistas, algunos arqueros tienen vida más larga. Recordemos, por ejemplo, al veterano Dino Zoff campeón del mundo con la selección italiana en España 82. Barthez, que apenas tiene 32 años, ya era arquero del Olímpico aquella noche cuando Papin, con la camiseta del Milan AC, quiso darle una patada voladora en Munich. Papin ya era un futbolista consagrado, Barthez debía tener apenas unos veinte años, era un muchacho, pero un muchacho que le había tapado dos tiros a quemarropa a un tal Marco Van Basten.

      Ahora, para darle gusto al Flaco, estamos en el centro comercial Centre Bourse, y veo que aquí también han instalado una pantalla gigante. A intervalos regulares, cuelgan las banderas blanquicelestes del Olímpico. « Mejor nos quedamos aquí », dice el Flaco, « afuera hay mucho loco » « Por supuesto », digo y pido una cerveza. Detrás de la barra iluminada por lámparas halógenas, una hermosa camarera o barmaid recoge vasos y botellas; y los mozos vestidos de negro y blanco por todos sitios parecen volar. También aquí se siente mucha electricidad en el aire. Mucho se parece, le digo, este ambiente al de la final Francia 98, cuando al inicio nadie daba un céntimo por la selección de Aymé Jacquet y sus muchachos. Los diarios en general y muy especialmente l’Équipe, cuyo director en chef combatió con artículos bastante ácidos la competencia y los aciertos del gran Aymé Jacquet, el primer entrenador de Francia campeón del mundo; pienso que, tras haber obtenido Francia el trofeo máximo, el venenoso periodista debió al menos reconocer sus propios yerros y retractarse… ¡pero no! Siguió criticando y comentando ciertos « errores ». El crítico que menciono exigía la perfección, pese a haber ganado la Copa del Mundo. En lo que me concierne, ese tipo de « perfección » me parece algo inhumano.

      El árbitro Pierluigi Collina ejerce otro tipo de perfección; por eso aplicó la doble pena máxima –tarjeta roja y penal– a Fabien Barthez. No logro saber qué pensó en ese momento, o sea, si midió la consecuencia de la sanción. No estoy diciendo que el Olímpico no ganó la final debido a ésto, ya que el Valencia, campeón de España, se mostró más plantado en el terreno y superior en el segundo tiempo, pero sigo creyendo que pudo, de pronto que debió equivocarse y limitarse al penal. Supongamos que el jugador es el artista y el árbitro el crítico implacable; por eso veo de nuevo muy nítidamente el gesto de Collina medio disculpándose al final, cuando la entrega del trofeo, delante de Fabien Barthez que pasó sin ni siquiera mirarlo, como diciéndole, lo siento señor, pero la ley es la ley. ¿Es perfecta la ley? En el fútbol, a veces hay que trasgredir la ley –sin que los árbitros lo noten, por supuesto– como Diego con su genial « mano de Dios » en México 86. Con Pierluigi Collina oficiando como juez supremo, imposible: es un excelentísimo árbitro. Siempre se encuentra en el nudo de la acción, siempre detrás de la jugada importante, parece tener el don de la omnipresencia. En el fútbol, una trayectoria de balón puede variar de treinta o cuarenta metros en una fracción de segundo: allí está Collina como al acecho, esperando el error, el foul, la imperfección. Bueno, Flaco, olvidemos éso, ¡celebremos igual! ¡Vamos a un buen restaurant! ¡Yo soy el Paganini! ¡Hoy estoy luqueado! ¡Mañana no sé! Et allez l’OM ! ¡Otra vez será!

(*) Escritor y Poeta, radicado en Francia