Opinión

YUSUF REGRESA A ÁFRICA

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

Recuerdo que salimos de Kawa. Tenía doce años. Mi padre, al no poder pagar una deuda a un mercader, me vendió a este, o compensó su deuda, o quiso simplemente deshacerse de mí. Con el tío Aziz –así se llamaba el mercader–, recorrimos buena parte de África, África Central, antes de la Gran Guerra. En verdad, contaron bien mi historia. Usted reclama que por qué no se narró de mejor manera, pero yo le digo que era África, y que ni el autor ni nadie podía decirle cosas obvias: que, en este continente, por ejemplo, todos son negros, aunque haya bastantes religiones y creencias. Yo crecí, pues, con el tío Aziz. Viajamos juntos por territorios que muchos llaman salvajes. De mi parte, también los consideraría así, porque el mundo, el mundo de entonces, estaba lleno de sultanatos y de gobernantes todopoderosos, de infames y de perros. Comerciábamos, ofreciendo productos novedosos para las tribus, pero teníamos que pedir permiso de paso en cada reino. Si no lo hacíamos, debíamos volver o buscar otro camino: ¿y usted sabe cómo son los caminos de África?

Mi historia es sobre el paraíso. Me pregunta: ¿dónde estuvo ese lugar? Le respondo: ¿qué significaron esos llanos abrasadores que recorrí con la caravana? Ese paraíso del que habla la historia solo estuvo en nuestras mentes, como viles nostalgias, como señuelo de inocentes. El llano africano es sinónimo de violencia y la vida es como una frágil rama de árbol, que a veces arrancamos para usarla simplemente de abanico.

Cierto, me hice grande con mi tío; me enamoré de su esposa; aborrecí a su otra mujer. Pero siempre lo secundé. Mi mayor lealtad fue haberlo tenido en mis pensamientos. Se dice que, al final, a él se lo llevaron los alemanes. No lo sé. Yo sí me fui con los alemanes. ¿Guerra? Exactamente, había guerra entre alemanes e ingleses en ese entonces; y África ya era una colonia, y los colonos tenían que apoyar a sus amos, si no como soldados, al menos como cargadores. Ahora escuche bien esto: para nosotros, los alemanes podían comer metal. Ello es verdad. ¿Qué significa? Pues piense: si uno vive en un lugar tan alejado de la civilización, en donde hay tribus bestiales disputándose tierras casi yermas, en que los hombres y mujeres andan casi desnudos, en el que hay un solo automóvil en miles de miles de kilómetros a la redonda, ¿por qué no creer en la existencia de ese tipo de seres? Para nosotros, los europeos eran de otro mundo: vinieron con sus botas enclavadas, sus cascos de acero y gorras bicolor, su fuego –su potente fuego– parecía el grito de la misma tierra. ¿Usted ha visto la cara de idiota de un porteador negro cuando oye por primera vez un cañonazo de artillería? Los europeos comían metal, eran hombres de metal. Y usted debe saberlo mejor, porque en folletines leí su historia: ustedes también conocieron alguna vez a esos seres, que arribaron a sus tierras con barcos más grandes que las casas… Ahora comprende, ¿verdad? ¿Quién escribe al final la historia?

No nos juzguen el haber matado ingleses. No nos juzguen el haber gritado por una bandera. No nos juzguen por haber abandonado África. Podemos discutirlo todo, menos que este continente es el inicio y el fin de la humanidad. Ahora regresan los hombres a esas llanuras que el polvo y el olvido sepultaron. Regresan para acordarse del tío Aziz, de Khalil, de Hussein, de un chico llamado Yusuf. ¿Para qué? ¿Para reconstruir un pasado? ¿Para justificarlo? Pero no podemos volver la mirada atrás; quiero decir, no podemos entender lo que vemos detrás de nosotros, porque ahí solo hay desgarro y abismo. Y sin embargo tampoco podemos ver hacia adelante. Yo me uní a las filas alemanas, a fin de hacer de mí un valiente; y ser valiente para los alemanes fue poseer el fusil como tener el miembro; y lo tuvimos tan largo que nuestros ojos terminaron por perderse sin saber dónde acababa esa punta inútil. Para los africanos de aquellas épocas, señor, no había ni un atrás ni un adelante. Recién puedo aceptarlo, y por eso aún surge ese paraíso mental que le mencioné, un rincón grato para el pensamiento, y del que no se debería salir nunca más bien.   

¿A Yusuf le brillan los ojos? ¿Por qué no? Yo también he decidido regresar. Quizá tuvo razón ese religioso hindú de la historia: es posible que todos retornemos una y otra vez a algún lugar. Entonces, óigalo bien: ¡África es un eterno parto! Eso no debería parecerle extraño. ¿No viene usted acaso de América?; ¿no andan y desandan ahí, cada cierto tiempo, los mismos caminos?

1.- Basado en la novela “Paraíso” de Abdulrazak Gurnah, Premio Nobel de Literatura 2021.

(*) Abogado, Filosofo (UNMSM) y actual Maestrista en Universidad de Barcelona