Opinión

TORRE EIFFEL

CUARTA PARTE

Por: Miguel Rodríguez Liñán (*)

De todo ésto hablábamos, vacilándonos, con Charlie. Y de la ley de la economía del lenguaje. Metropolitano. Al principio le mocharon la o, luego la ene, luego la a, luego la te, luego la i, luego la ele, luego la otra o, luego la pe = metro. Algún día del futuro, ya nada o casi nada se hablará; o de pronto los seres de ese futuro se expresarán con siglas, cosa que por cierto ya está ocurriendo con el francés actual. ¿Qué decíamos? Jan Brueghel o Breughel, pintor de Flandes que, según la erudita Wikipedia nació en 1601. Ah carajo –le digo a Charlie– la eminente Wikipedia informa que no le decían el Infernal, sino todo lo contrario, Terciopelo Brueghel, Flor Brueghel, Paradisíaco Brueghel, información que jode o desvirtúa mi delirio anterior, pero no importa, lo dejo así, además estoy en el Cavalier Bleu vacilándome contigo, Charlie. Estoy tratando de transmitirle lo que siento sobre ese cuadro de Brueghel, comentádole ese misterio, cuando Charlie, inopinadamente, me insulta:

      –Minotauro, me parece que por momentos eres demasiado intelectual.

      –No soy un intelectual y Dios me libre de ser un literato –me defiendo citando al maestro Sábato.

      –¿Cómo se llama ese cuadro, Minotauro?

      –Alegoría del gusto.

        Por arte de magia surgieron, como para paliar nuestra sed prehistórica, dos chelas Leffe esmaltadas de rocío.

      –¿Y cómo va la chamba en la Unesco?

      –Bacán. Sinceramente de la putamadre. Cualquier cantidad de aperitivos, cócktails, celebraciones, cenas, trago en cantidades industriales. Además, todos los días veo y saludo a la Torre pastora de puentes.

      –¿Y qué podemos observar en ese cuadro, Minotauro?

      –Un fauno o sátiro que le sirve o escancia vino a una mujer rubia y carnudita que deglute ¡glup! ¡Glup! ¡Glup! ostras recién abiertas. La mesa mide kilómetros, como en las películas. Encima de esa mesa kilométrica se ven vegetales, frutas y flores, tórtolas, perdices y faisanes, pollos, patos y pavos, langostas, mariscos y pescados diversos, conejos, liebres, jabalíes… ¡Una maravilla de maravillas, Charlie! ¡Dan ganas de meterse en ese cuadro! ¡Como Pepe Grillo en una película de Walt Disney! Además, podemos apreciar otras misteriosas delicias gastronómicas, cubiertas con campanas de metal… podemos adivinarlas… carbonada de Flandes, quiche de Flandes, espárragos de Flandes, anguilas en salsa verde, guiso de liebre estilo Flandes, conejo a la mostaza con alcachofas de Flandes etc. etc. etc.

      –Sigue escribiendo, Minotauro.

      –¡Y tú también, Charlie! ¡Tú también!

      –¿Un par más?

      –Obviamente.

Ese domingo, en casa de Miguel Ángel Reyes, me olvidé de la Unesco y de la  Torre pastora de puentes. Ahí estaba esa chica, bueno, esa mujer, bueno, esa belleza, bueno, esa dislocadora hembraza venezolana; gracias a esta nueva visión, me acordé de mi vida anterior en esa Caracas –que aún me persigue– antes del viernes negro. Jamás he visto abundancia de mujeres más bellas que las de aquella Caracas. Sólo las de Aix-en-Provence, sólo las de Milano –verdaderas milanesas– podrían desfilar con aquellas esplendorosas caraqueñas por todo el bulevar de Sabana Grande, hasta Chacaíto. Algo de eso comento con la bella mujer instalada y piernicruzada sobre un canapé beige, aquí en la rue Mouffetard, pero mentalmente sigo absorbido por mis recuerdos. Caracas. 1981 exactamente, cuando tuve el honor de conocer a don Daniel Santos, también conocido como el Jefe, también conocido como el Capitán, también conocido como el Inquieto Anacobero. Mi cuerpo que arrastra muebles e iza banderas en la Unesco está en la rue Mouffetard, y mi otro yo en Petare, en el 23 de enero, en Macaracuay, en Nuevo Circo, en esa discoteca.

      Don Daniel no estaba « de capa caída » a mi entender. Es cierto que a veces cantaba en locales de segunda, pero tenía una super hembrita colombiana en El Tiburón, frente a la Torre la Previsora, local de primerísima calidad, donde nos lo presentó el inmortal Pepe Conde. Recuerdo a un Inquieto Anacobero muy jovial, amable, natural, dicharachero, dando palmaditas en el hombro izquierdo de mis diescinueve o veinte años.

      –¿Entonces qué, niño? Tengo muy buenos recuerdos del Perú… ¡Esa gente sí que sabe gozar!

      Aquí, en París, Miguel Ángel ha puesto boleros; luego, cuando lleguen los demás, comeremos sancocho.

      Allá, en aquella Caracas que ya no existe, un amigo colombiano de San José del Guaviare, amante del bolero, que tenía el doble de mi edad, estaba tan emocionado como yo. Fuimos al baño a esnifar un par de líneas; de vuelta al salón de las diosas, terminamos rápidamente lo que quedaba del whisky. Antes de irse, don Daniel dijo que se presentaría más tarde en una discoteca de Nuevo Circo. El pata colombiano y mi yo aquel fuimos a un prostíbulo situado en el segundo piso de la calle Santa Bárbara, rumbo a Nuevo Circo, al Silencio. En ese local bienaventurado sólo trabajaban dos bellezas venezolanas, las demás eran colombianas y dominicanas. De sólo verla esa noche, me enamoré de Consuelo.

      –Pasa, mi amor.

      Inesperadamente, me dio un beso en la boca, cosa que según entiendo no se hace, que es privilegio del marido-caficho. Le propuse un jalón y jalamos.

      –Está buenísima, papi, gracias, ay tan atento usté.

Con las narices talqueadas, volvimos a besarnos tiernamente, mientras que aquí, en la rue Mouffetard, canta don Daniel « Dos gardenias para tí » « Aunque me cueste la vida » « Para entregarte, mi cariñito », y mi tocayo le habla con insistencia a la reina venezolana. Allá, en aquella Caracas que ya no existe, pagué doscientos bolos por el pase de Consuelo y con ella fuimos a Nuevo Circo, sólo los dos, solitos y solos, a la discoteca que nos había indicado don Daniel. Allí estaba el Capitán muy alegre, chino de risa, cantando « Vengo a decirle adiós a los muchachos… », mientras que yo disfrutaba de la filuda lucidez de la caína, cuando Consuelo me apretó la mano.

      –Oye papi tú eres un peladito pero me gustas mucho –dijo, o de pronto dice..

      –Tú también me gustas mucho…

      –¡Ay amor estoy jarta de esta mierda! ¡Quiero irme! Tengo ahorros. Vamos a Colombia.

      –Si quieres nos vamos ahorita mismo…

      –¿Te vienes conmigo, papi?

      –Claro que sí, Consuelo. Te quiero.

      –¡Cónchale vale! ¡eso es lo que se llama amor a primera vista! –dijo la mamacita venezolana, aquí, en la rue Mouffetard, cuando tocaron el timbre.

(*) Escritor y Poeta radicado en Francia.