Opinión

TORRE EIFFEL

Final:

Por: Miguel Rodríguez Liñán (*)

  Ese día un poquito nublado estaba yo con el ánimo en fiesta, modulado por una exaltación muy especial. Cené con dos amigos colombianos cerca del arcángel que aplasta y lancea al dragón-satana, o mejor dicho a su otro yo. Así es. Lo pisa y lo atravieza con una lanza, pero el dragón-satana no muere. Saint-Michel de Paris, Quartier Latin. Antes de que llegaran, observé detenidamente la estatua; luego, mientras saludaba a mis patas colochos, la seguía mirando con el rabillo del ojo, oh boulevard Saint-Michel, boul Mich’, sitio del Arcángel. Nos dirigimos hacia un restaurancito italiano muy lindo y acogedor situado en el 20 rue de l’Hirondelle –calle de la golondrina–. En la carta del menú, vi la palabra CONIGLIO, que me fascinó. Escogí el conejo coniglio, pues, atraído por esa palabra que imaginé liguria. Los colombianos optaron por pizzas napolitanas. Hablamos de cine y de fútbol, pues uno de ellos es cineasta. Parcimoniosamente devoré mi coniglio alla provenzale con tagliatelle. Transcurrieron tres amables botellas de un Chianti Classico Roca delle Macie, vendimia del 2000, cuando de nuevo pensé en la alegoría del arcángel y su otro yo, la bestia.

      Al día siguiente, saliendo de la Unesco me hallé en la estación del metro Cambrone; como una visión o mejor dicho una alucinación, vi los últimos momentos de la batalla de Waterloo, muy cerca de tí, Torre, oí los cañonazos, el relinchar de los caballos, los gritos, las arengas, el frote de las espadas, el ruido de los cuerpos chocando, y ahí estaba Pierre Cambrone. Mucho me gustan las bancas de madera color guinda de la estación del metro Cambrone.

      Al día siguiente, bajé en el metro Trocadero porque quería verte otra vez; y como telón de fondo, el cielo veraniego. Primero, saludé al mes de mayo; luego, te saludé, Torre. Minutos atrás estaba divagando entre el Museo del Hombre y el Palais Chaillot. A esta plataforma de mármol vienen turistas del mundo entero a tomarse fotos contigo. Además, hoy es día perfectamente estival, querido mes de mayo. Qué bello es París sin aguacero. Sin el puto aguacero. Sin el mortal acero del agua. Para mí, el aguacero de París posee un encanto, una belleza, un misterio. Pero hoy es hoy; cielo de oro, como ciertas frases en mi mente. París se convierte en un artefacto espléndido. La Torre también brilla. Todo es brillo el hermoso día de hoy. Un molusco de metal, una cápsula roja y diminuta a lo lejos –es el ascensor– sube por la tráquea de la flaca de hierro, hasta su cabeza de alfiler. Otra cápsula diminuta, amarilla, baja; luego creo ver o veo a los dos moluscos subir paralelos. Estoy en estado de contemplación. Estoy en éxtasis. Un grupo de turistas asiáticos gana la plataforma de mármol. La guía, educada y gentil, me pide permiso porque me ve escribiendo ésto. « On ne voudrait pas vous interrompre, Monsieur », dice esta belleza rubia arquetípica, una rubia de cuarenta abriles, « no, para nada », digo, « Faites et ne vous inquietez pas, Madame », digo, siga nomás, mamacita, haga como si yo fuera el Hombre Invisible, haga como si no estuviera, como si yo no fuera. De pronto comprendo que esto es el éxtasis. No ser ni estar. A lo máximo, ser aire. Sólo contemplar. Sólo esta paz total, total. En el Parc Chaillot e inmediaciones hay conventos y museos. Hay un convento dentro del castillo, creo, erigido éste el siglo XVI según la rubia guía, por los Médicis, visitado por Henriette de France y por François de Sales. Napoleón también, sigue diciendo la mamacita, porque al emperador prefería no ir a Versalles. La rubia me mira dos, tres veces y entonces bajo bruscamente del nirvana, me desespero, pues no hay manera de dejarle, al menos, mi número de teléfono. Caballero nomás, me retiro. Miro los buses amarillos de dos pisos, los buses rojos de dos pisos, el segundo al descubierto, ya casi estamos en verano, los buses repletos de turistas, mientras imagino a Henriette de Francia lamiendo un fálico helado. Henriette de France, mamacita. La erudita Wikipedia nos informa que fue reina de Escocia, Irlanda e Inglaterra. Cruzo el Sena por el pont de Iéna. ¿Iéna? ¿Napoleón, otra vez? Cinco arcadas. Esculturas de guerreros. Iéna –sigue diciendo Wikipedia–, sede de la famosa universidad donde fueron catedráticos los filósofos Fitche, Hegel, Schelling, Schlegel y el poeta Schiller, de modo que disculparán la pequeñez. Pero este hermoso puente se llama así por históricas razones, vale decir, por la batalla de Iéna. Me detengo en medio del puente. Miro al espigado monstruo de hierro marrón. De nuevo, los moluscos-ascensores, les bateaux-mouches. Como hace poco en el metro Cambrone, imagino aquí el casqueteo de los caballos, el brillo de las charreteras y las bayonetas, la suavidad de las casacas mientras sopla la dulce brisa de la vida, como en las últimas páginas de Trópico de Cáncer, obra máxima de mi maestro, que me ha inspirado este final.  Ahora veo la arcada de un puente de hierro. ¿Será el Pont de l’Alma? No. Es la pasarela Debilly. Se mecen los almendros en flor. Hay tiovivos, carruseles, algodones azucarados, manzanas rojas, vendedores de helados, gente despreocupada. ¡Gracias, divino sol borrador del aguacero! Y la Torre sigue tragando centenas, millares de turistas, glup, glup, glup, subamos hasta su cabeza de alfiler para de nuevo contemplar París a nuestros pies. En este instante preciso estoy bajo la Torre, miro hacia arriba y recuerdo un bello poema de José Carrera Andrade. Al sentir hambre, me dirijo hacia un carromato donde compro un sándwich de jamón y una cerveza. De nuevo veo el discurrir del Sena. De nuevo te contemplo, Torre. Jóvenes africanos venden pájaros de plástico que vuelan. Jóvenes hindúes venden torres eiffeles en miniatura, souvenirs, chucherías, llaveros. En ese momento reaparece la bella guía rubia con una banderita, a la cabeza de su tropa turística asiática, y me regala una sonrisa de la que hasta ahora me acuerdo. Hipnotizado, la sigo, de nuevo vuelvo hacia la Torre, ella se dirige a la boletería para llevar a los coreanos al cielo; luego, desaparece para siempre. Salgo pensativo por la rue Bourgeois, rumbo al metro, pero me detengo en el bar restaurant Bailli de Suffren. Hace calor. En el sur empezamos a tomar rosé por estas épocas del año; sin embargo (o con él), pido una copa de tinto Côtes-du-Rhône, que degusto muy despacio. Turista del planeta seré, Torre, hasta la muerte.

(*) Escritor y Poeta radicado en Francia.