Opinión

LOS ANTIVALORES EN LA POLÍTICA PERUANA

Por: CECILIA BÁKULA (*)

Hemos tomado conocimiento tanto de la decisión de la justicia norteamericana de conceder la extradición al ex presidente Alejandro Toledo, presidente del Perú entre el 2001 y el 2006, como de la renuencia de este de aceptar dicho fallo.

Vale recordar que Toledo, quien ha recurrido a todos los ardides y argucias legales posibles, se encuentra inmerso en una serie casi inagotable de investigaciones y procesos que han llevado a la Fiscalía de la Nación a solicitar más de 20 años de cárcel por posibles delitos de colusión y lavado de activos; por supuestamente haber recibido sobornos por no menos de US$ 35 millones a cambio de otorgar obras de gran importancia nacional.

Ese sistema se enquistó y ha venido mellando la dignidad de la función pública de una manera grotesca que es necesario revertir. Posteriormente, una comisión especial solicitó un incremento de condena hasta por 35 años, dada la gravedad de lo que se venía descubriendo, más allá de esa sonada y publicitada cuestión.

El caso de Toledo podría ser, de alguna manera, emblemático porque él se presentó –una vez más– como el hombre del pueblo que había logrado superar los escollos de una sociedad hostil hacia los Andes y todo era una gran patraña. Resultó ser un mentiroso de gran calibre, una persona de doble moral incapaz de devolver a este país, que supuestamente le había dado la oportunidad de estudiar y destacar, siquiera la expresión de una conducta intachable que le permita ahora, más allá de las argucias legales, vivir con la frente en alto.

Toledo es, hoy por hoy, la negación del servidor público, lo opuesto al mandatario digno, la antítesis de la honradez y la verdad. Y demore lo que demore, la justicia llegará y quien sabe si en la senectud de su vida, este hombre que recibió tanto del país y le devolvió solo con miserias, tenga que terminar sus días con la humillación en el rostro por no haber sabido aprovechar la oportunidad de ser honrado, leal, transparente y saber que, en la vida, si no se vive para servir, no se sirve para vivir.

Lamentablemente, nuestra historia no queda allí. En este momento, todos los gobernantes vivos del Perú se encuentran bajo algún tipo de investigación o están viviendo carcelería. Así es el caso de Alberto Fujimori cuyo caso es mucho más mediático en tanto se siente respaldado por una agrupación política que, mal que bien, va tratando de mantener su imagen viva y se le reconoce algunos actos importantes en su gestión. Fue elegido democráticamente para un periodo de gobierno que iría entre 1990 y 1995, pero optó por dar un autogolpe de Estado, cerrar el Congreso y gobernar de manera autoritaria.

Sin entrar ahora en las razones o sinrazones, deseo señalar que se encuentra purgando 25 años de prisión privativa de libertad y, sean mediáticamente aceptados o no, haya habido indulto o no, lo cierto es que es otro expresidente en la cárcel por delitos como el peculado, la usurpación de funciones, los denominados casos de secuestros y muertes en La Cantuta y Barrios Altos que dejaron heridas aún abiertas en la sociedad, por actos de corrupción ejecutados o permitidos a través de personajes siniestros de su entorno y otras acusaciones que siguen un larguísimo proceso, aun estando él en un estado de salud muy precario.

No dudo que pueden reconocerse obras buenas en su gobierno, pero también es cierto que la realidad es que se trata de un ex presidente preso y que lo que se hizo con la mano derecha, se borró con la izquierda y eso, no se condice con la excelencia que debe poder demostrar un gobierno ni con el arte del buen gobernar.

El caso más reciente, triste y hasta risible, porque es una tragicomedia en nuestra historia es el de Pedro Castillo, personaje que llegó a la casa de Pizarro sin saber cómo es que sucedió ni quién lo había puesto allí y señalo esto porque siguen existiendo severas dudas respecto a la transparencia del proceso electoral que concluyó con la victoria de su agrupación política. Lo cierto es que inauguró su gobierno ya con ademanes de incapacidad, muy mala elección de colaboradores y desde el primer día se hizo manifiesta la tremenda inexperiencia e improvisación, al mismo tiempo que el deseo desesperado de “aprovechar” la oportunidad para que cercanos y familiares accedieran a algún tipo de prebendas, beneficios, puestos de trabajo, coimas, fueran intermediarios y otras finísimas maneras de enriquecimiento. Desgraciadamente, este sistema de supuestos derechos a “recibir pagos” a cambio de algunas gestiones se ha entronizado en la administración pública y ha de ser cortado desde la raíz.

Castillo, que no dio luz ni fuego –ni él ni su entorno, ni sus ministros ni sus asesores– sí logró hacer de la victimización una herramienta que le generó grandes beneficios y que lo convirtió en el protegido de un grupo político social que sabe, perfectamente, cómo lucrar y medrar de personas como él. Lo cierto es que, acorralado por su propia incapacidad y los gravísimos indicios de corrupción que ahogaban a todo su entorno, se atrevió a creerse capaz de autogobernar el país y así poder seguir protegiendo y permitiendo la situación de crisis, de roberías y caos y el 7 de diciembre último, con un temblor en la voz y en las manos, decidió, decretar su propia sentencia de muerte al expresar en público y a nivel nacional, su voluntad de dar un autogolpe de Estado.

Las consecuencias para el país han sido desastrosas, no porque él sea necesario ni mucho menos, sino porque esa situación política ha sido utilizada con desgraciada actitud antipatriota por un grupo de personas que creen que la violencia es la vía para la obtención del futuro mejor. Pero, lo cierto es que Castillo está preso y afronta, por ahora, una prisión preventiva por los delitos de rebelión y conspiración a los que, sin duda. Se añadirán los relacionados con el desajuste patrimonial, las coimas, los ingresos, la malversación y otros delitos que incrementarán las penas y las condenas.

Más allá de eso, tenemos dos presidentes que supuestamente viven en libertad pero que son esclavos de su conciencia como los casos de Humala y Vizcarra.

Ollanta Humala, ahora con libertad restringida, se encuentra bajo investigación, junto con su esposa por delitos como el lavado de activos por dinero presumiblemente recibido de la misma empresa que quebró al país durante el régimen de Toledo y del gobierno de Venezuela, en la forma de conversión y ocultamiento que involucra, además, a varios miembros de la agrupación política que lideraba Humala.

Y, qué podemos decir de Martín Vizcarra quien se “pavonea” como si no se percatara de que sobre él penden serias acusaciones de tipo judicial y personal. Quizá, es moralmente severa la de traición que le espetó Pedro Pablo Kuczynski, de quien fuera su primer vicepresidente y que vale mencionar, fue un gran lobbista que acaba de recuperar su libertad condicional por lo que tampoco fue un gran ejemplo de pulcritud y transparencia.

Pero más allá de eso, pesan sobre Vizcarra acusaciones de gran calibre asociadas a su gestión en el gobierno regional de Moquegua y, sobre todo, a la fatal gestión realizada durante la terrible pandemia que soportó el país por la Covid 19, pues se ha demostrado que hubo serias irregularidades en el manejo de la crisis de salud y en la adquisición de vacunas, lo que ocasionó miles de muertes de conciudadanos; por ello, el pleno del Congreso, con 102 votos a favor y solo 8 abstenciones, aprobó el informe final que recomienda formular una acusación constitucional contra el expresidente Vizcarra.

Entonces, con ese manoseo grosero de la política, ¿qué mensajes se está dando a la nueva generación? ¿Es que ha desaparecido esa gloriosa casta de personas como Haya de la Torre, a quien hemos recordado recientemente en el día de la Fraternidad Aprista? ¿No es posible volver a hacer de la política un acto de noble ejercicio de la capacidad más digna del género humano: servir?

(*) Publicado en El Montonero

(www.elmontonero.pe)