Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Puno está contra el Perú. Lo viene demostrando recientemente, porque su lucha se ha vuelto casi una acción solitaria. El país pide paz, orden, trabajo. Pero Puno va contra la corriente: bloquea, marcha, grita. En esa lógica, la opinión pública y privada desconfía ahora de Puno –¿qué tal si son extremistas?– y el Gobierno ha decidido responder con la militarización de la tierra.
Pero el discurso tramposo implica que creamos que Puno no tiene la razón. Tratan de obligarnos a pensar que el aislamiento y la continuidad de protesta de los puneños es una necedad y una victoria imposible. Este discurso engañoso viene precisamente del Estado peruano, de su Gobierno, que cree que en el sur se deben respetar las reglas ¡y punto!, ¡sin chistar!
La verdadera historia es que el pueblo puneño nos está desnudando a todos. Muchos –muchísimos– peruanos profesan que lo andino es una cuestión turística o de exotismo; asumen que Puno está para las fotografías y las visitas en feriados largos. Aplauden con felicidad a un puneño bailarín o a un cantante vernáculo. Mas si este sale a protestar, lo miran con desdén o lo ningunean. Hoy los peruanos sutiles celebran “Warmisitay” –la canción andina del momento–, porque es digna de escaparate o de alfombra roja, es decir, no va contra el establishment. Sin embargo, si avistan a mujeres con polleras marchando en las calles de la capital, no las aceptan, no las ven, desvían sus narices respingadas de laboratorio.
Pero hay algo peor: Puno ha desvelado nuestro odio. Un odio irracional hacia lo andino, siempre camuflado. Sólo ese odio puede explicar tanto la barbarie de los uniformados al disparar contra gente desarmada, como la ciclópea indiferencia de los peruanos ante las masacres ocurridas. Ese odio yo sólo lo había constatado en las novelas indigenistas y en las historias de la guerra contra Sendero. Ahora es una realidad palpable.
Puno está contra el Perú, porque, más bien, quiere lavar el nombre de éste. Quiere limpiar una ignominia de siglos: el Perú no le ha agradecido con sinceridad que le haya brindado casi todo, esto es, que le haya dado la base de una civilización milenaria. Nuestro origen es mítico y el mito matricial lo ha aportado Puno.
Tal como se ha evidenciado, el Gobierno no manda militares al sur: de manera canallesca, hace que soldados hijos de puneños peleen contra sus propios padres o los amigos de sus padres. La guerra fratricida es el arma que emplea el poder, a fin de que la población rebelde se agote y desista. Pero, aun con eso, Puno ha puesto al descubierto la inutilidad de la militarización. Mejor dicho: nos ha descubierto que el Ejército es una banda inútil. Los soldados que murieron ahogados en Ilave es, en primer lugar, responsabilidad directa de la institución militar. Cuando una tropa es sobrepasada en número, debe retirarse: pero retirarse no significa huir (como cruzar un río en la desesperación), sino desplazarse en orden. Eso está en cualquier manual militar. A ello se agrega que, si el que conduce una tropa, no sabe reconocer el terreno (en este caso, la hondura de las aguas), sencillamente no sirve para dirigir nada. Por último, está la prueba periodística de que los soldados no fueron atacados mientras vadeaban el río. ¿El Ejército podrá hacer alguna autocrítica sobre estas muertes? Ni pensarlo. Como lo diría nuestro Vargas Llosa escritor: “Es más fácil resucitar a un soldado muerto que el Ejército admita que ha cometido un error”.
La gloria de Puno es haber derruido cualquier proyecto ilusorio de bicentenario. Puno ha roto por fin nuestra prosperidad falaz. El Perú le debe la dignidad. La década, si no el siglo, es de los puneños.
(*) Magister en Filosofía por la UNMSM.