Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Muchas veces asociamos a las prostitutas con lo sórdido, la impudicia o la vergüenza. Nos las representamos necesariamente en lugares alejados, donde tenuemente brillan los neones y donde abundan las botellas y los maleantes. Las caracterizamos, en fin, de lenguaje vulgar y por su tosquedad para tratos que no sean los carnales.
Esa visión no es solo de nuestra época. El propio Erasmo de Rotterdam –el inteligentísimo Erasmo, padre cultural de Europa– señalaba hace siglos que la vida de las prostitutas era infame y miserable. En su brevísimo diálogo ficticio “El joven y la prostituta”, brindó una serie de argumentos para que las mujeres rechazaran tal horripilante oficio. «Te has convertido en cloaca pública –le dijo finalmente uno de sus personajes a la prostituta–, adonde se acerca gente sucia, criminal o enferma para vaciar en ti su…» Erasmo pensaba, pues, que este tipo de mujeres estaban condenadas a lo abyecto.
Pero el texto de Erasmo muestra un defecto sencillo y evidente por el que se autodestruye. No puede descalificar un oficio sin antes exponer una teoría sobra la libertad humana (la libertad de elegir, precisamente, un oficio); y no se puede pretender sostener dicha teoría sin antes considerarse el autor –y cualquier humano, varón o mujer– como ser libre. En resumen, una prostituta podría ser despreciable; pero su libertad de elegir, no.
Es posible que mi argumento existencialista sobre la libertad –la existencia precede a la esencia– no guste o satisfaga. Pero creo que hay otro error de Erasmo: ver a la prostituta como objeto y no como sujeto. Él la compara con un baño público. Eso también hacemos nosotros hoy en día. Pensamos, por ejemplo, que un burdel debe estar en algún rincón alejado o, mejor, extramuros; y cuando pensamos, por ejemplo, en la reubicación de los prostíbulos, lo asumimos como si se tratase de una mera mudanza de muebles de segunda mano. Y ningún laboralista habla del buen o mal ambiente laboral de los lenocinios.
Por lo demás, yo creo que a la erudición de Erasmo –un cultor de la antigua vida griega, como sabemos– no se le haya pasado la cuestión de las hetairas. En el mundo antiguo, una hetaira (una prostituta) tenía un poder social y un rango elevado, no exclusivamente vinculado a su sex appeal. La famosa Aspasia, verbigracia, fue hetaira y oradora, y quien, de la mano de Pericles, gobernó Atenas en su siglo de oro. Una historia así solo habría provocado que Erasmo cerrase los ojos por unos segundos y pasara la página. Hoy, que haya una prostituta inteligente y mujer de Estado, solo podría arrancar carcajadas en laicos o religiosos, en académicos o vulgares.
(*) Mg. en Filosofía por la UNMSM