Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Hace años estudié en una ciudad llamada Aquisgrán, en el extremo oeste de Alemania. Particularmente, me gustaba aquel lugar, pues fue residencia del todopoderoso rey Carlomagno en la Edad Media. Además, me interesaba porque, al estar situada en el estado de Renania del Norte-Westfalia, se podía visitar las llamadas montañas Eifel, así, con una sola f. Eran montañas muy boscosas y con un aire fresquísimo. La parte que anduve en aquel entonces la atravesaba un río y en las riberas de este se alzaban casas de azoteas triangulares y bungalós.
De Aquisgrán salen buses directos para París, pues se trata de la frontera. Aproveché, pues, la oportunidad de conocer la ciudad luz y, por supuesto, a la torre por la cual me dieron el nombre, es decir, con dos efes. En promedio, se trató de un viaje de seis horas, a través de una carretera cordialmente lisa. No había mucha ansiedad entre los pasajeros, aunque sí un estado general grato: París significaba cultura, belleza, pasión. Cualquiera que estuviera a punto de poner un pie en esa ciudad no podía dejar de insuflarse de ensoñación y ánimo. Y eso era lo que buscábamos: grandiosidad.
Sin embargo, eso era precisamente lo primero que no encontramos. Cuando comenzamos a avistar las primeras casas en las afueras de París, y todos levantamos las cabezas como jirafas, quedamos boquiabiertos. Porque lo primero que estábamos viendo no era la metrópoli de las revistas, sino el real: un París de asentamientos humanos. A través de las ventanas, observamos casas paupérrimas de una sola pieza, que no eran más que refugios amontonados; los espacios que las separaban servían de tendederos o de patios sucios; y los habitantes eran claramente reconocibles: inmigrantes. Asombrados, varios de los alemanes que me acompañaban tomaban fotografías. En mi caso, al menos estaba prevenido con los asentamientos de esteras de mi país.
Pero el bus siguió rodando hasta adentrarse en la ciudad y hasta posicionarse cerca de la torre Eiffel, desde donde se podían lanzar los disparos de las cámaras. Yo contemplé ese gigante de fierro extasiado y asumí por fin, mejor que los nominalistas, que mi nombre era real. Habían pasado largos años desde que mi padre me había indicado una foto de la torre en un almanaque y por la que había tomado consciencia de lo que podía significar para mí.
Pero lo que más recuerdo ahora es una torrecita. Con el fin de tener una mejor perspectiva, me alejé un poco del grupo de turistas y tropecé con un joven visiblemente africano y visiblemente nervioso: es decir, visiblemente inmigrante. Tenía colgadas sobre los cuellos unas baratijas, unas torrecitas Eiffel a modo de llaveros. Las ofrecía a un euro cada una. Ambos chapurreamos nuestro francés y, de pronto, tuve en mi poder cinco de aquellas miniaturas. Pero rememoro esta escena, sobre todo, por el contraste entre la gigante torre que había visto hace un momento y las pequeñas que tenía entre mis manos. O, mejor dicho: por el contraste entre el imponente París y el asustadizo inmigrante que me las vendió. Llego, pues, a mi asunto.
Es correcto pensar que los inmigrantes son como los pájaros. No porque tengan una nariz como pico o una cabellera como plumaje, sino porque actúan de similar manera. Vivir al azar del maíz soltado; no poder quedarse en sus nidos por mucho tiempo; comer con un ojo en la comida y otro alerta a su alrededor; migrar para sobrevivir y huir de los cazadores. Estos actos resumen la biografía de un inmigrante. Ser un pájaro que no quiere dejarse agarrar, pues sabe que el destino sería una jaula. Además, con ello creo que el eslogan de que somos ciudadanos del mundo es la mayor estupidez romántica o la mayor vanidad burguesa que existe hoy; la realidad es que hay personas que no pueden ni deben cruzar las fronteras. Y así como espantamos a los pajarracos porque ensucian, también nos deshacemos de los inmigrantes porque delinquen. Los indocumentados demuestran, por lo tanto, que nuestras democracias no son igualitaristas, sino excluyentes, y preferimos tener a un perro bañado en nuestro jardín que a un necesitado en nuestra mesa. La humanidad es catastrófica: endiosamos a un gigante de fierro, pero cerramos los ojos ante seres humanos.
(*) Mg. En filosofía por la UNMSM