Opinión

De la guerra

Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)

En tiempos de guerra, hay que hablar sobre la filosofía de la guerra. Y por más que no nos gusten las guerras (aunque, paradójicamente, seamos grandes consumidores de literatura bélica), debemos asumir su realidad inevitable, porque, y esta vez me permito citar al demagogo comunista Trotski: «Puede que tú no sientas interés por la guerra, pero la guerra sí que siente interés por ti».

Y hablar de la filosofía de la guerra es tratar de dos teorías en disputa. La primera –denominada por los especialistas como la teoría realista– postula que en la guerra no interviene la moral. Así, aquella es una cuestión de fuerza, de necesidad, de voluntad de poderío. «La guerra no tiene límites», enseñó el afamado teórico militar Karl von Clausewitz. De ese modo, por ejemplo, en la célebre batalla medieval de Agincourt, en la que los ingleses ganaron a los franceses, estaría justificada la orden del rey inglés de asesinar a los prisioneros. De igual modo, verbigracia, estaría legitimado que la guerra que iniciaron los nazis contra los rusos en 1941 fuese una guerra de exterminio.

La segunda teoría (llamada por algunos la teoría de la justa agresión) propone que el mundo de la guerra no es independiente de las reglas morales. Esto es, la guerra sí tendría límites, de tal modo que los comandantes deben respetar la vida de los prisioneros o no deben asolar por hambre a una población durante un asedio. Esta teoría nos parece claramente plausible para nuestras consciencias éticas y ha sido y es una de las fuentes del derecho internacional. Sin embargo, no ha dejado de tener problemas, sobre todo, por su difícil aplicación y por el peso que tiene la primera teoría. Los norteamericanos, por ejemplo, bajo la creencia de defender ciertos valores, invadieron Vietnam en los sesenta, pero terminaron convirtiendo sus acciones en evidentes actos de crueldad o crímenes de guerra.

Llámenme pesimista, pero la teoría realista (avalada por el argumento de la necesidad, es decir, una guerra se tiene que ganar, respetándose o no los códigos morales) es la que lleva ventaja en la historia de la humanidad. Todos (o casi todos) respetamos al gran Winston Churchill: pero olvidamos que él, siguiendo la doctrina realista, aceptó el bombardeo inglés a ciudades alemanas y con objetivos civiles. Muchos chinos (y eso significa no menos de un millón) admiran aún a Mao Zedong, el mismo que esquivaba las reglas morales para la guerra, a las que llamaba, burlonamente, una «ética del asno».

Pero ahora llámenme optimista por lo que sigue. Cualquier teoría sobre la guerra no puede aducir que ella está fuera de la moral, como si se tratara del mero azar o una fuerza ciega. Ni siquiera Dios juega a los dados. Los partidarios que entienden la guerra como el desenlace inevitable (y “justificado”) del uso de la fuerza, esconden algo oprobioso: el derecho del más fuerte. La guerra, en tanto humana, no puede escapar a la moral y es criticable desde todos los ángulos. La teoría realista es una trampa que solo busca, vergonzosamente, esconder la moral bajo las suelas de las botas.

(*) Mag. En filosofía en UNMSM