Se va a cumplir un año desde que comenzó a regir el estado de emergencia y, a lo largo de todo este tiempo, hemos podido comprobar hasta el hartazgo que no hay un solo día en que no se realicen reuniones bailables en diversos lugares de la ciudad. Exacerbados por la música y el alcohol, vemos que quienes asisten a estas reuniones no tienen ningún reparo en arrojar al tacho las medidas de seguridad sanitaria, acelerando con ello el ritmo de la cadena de contagios.
Cuando se pensaba que la mayoría de estas reuniones se realizaba con la presencia exclusiva de jóvenes y adolescentes, la realidad indica todo lo contrario, pues hemos podido observar con mucho pesar que también se realizan con la asistencia de adultos, ancianos e incluso niños.
A través de todos los medios de comunicación, los especialistas en epidemiología no se cansan de lanzar severas advertencias: cuando estas personas regresan a sus domicilios, llevan consigo una carga viral que pone en peligro inminente a los demás miembros de la familia. Cosa que, por desgracia, parece no preocupar en absoluto ni a los unos, ni a los otros.
Pero, si esta actitud negligente desde ya deja mucho qué desear, igual de reprobable es el espectáculo que se produce cada vez que ha pedido de los vecinos las fuerzas del orden intervienen estas reuniones. Lejos de disculparse y de respetar el principio de autoridad, hombres y mujeres reaccionan de la peor manera dando lugar a un espectáculo deplorable y vergonzoso.
Tales hechos no tendrían por qué suceder si no fuera por la inmadurez y la irresponsabilidad que todavía subsiste en algunos sectores de la población, sin importar si es residencial, urbana o rural.
Si hay algo que los peruanos no podemos ocultar ni reprimir es nuestra tradicional vocación por las celebraciones. No hay fiesta patronal, aniversario de fundación y fecha histórica que no sea motivo de alegría popular. Eso es parte de una cultura ancestral que hemos heredado de nuestros antepasados y que con toda seguridad vamos a transmitir a nuestros descendientes. Pero por ahora, tenemos que olvidarnos de esta tradición.
En los últimos meses el gobierno se ha visto obligado a flexibilizar algunas medidas de seguridad sanitaria para dar paso a la reactivación de ciertas actividades económicas. Sin embargo, mucha gente se apresuró a tomar esta flexibilización como una vuelta definitiva a la normalidad. Enormes muchedumbres volvieron a invadir las calles. Los bares y las cebicherías volvieron a repletarse. Grupos de amigos regresaron en masa a las canchas de fulbito y otros tantos retomaron la costumbre de consumir cerveza a bordo de vehículos y en plena vía pública. Craso error. La cadena de contagio volvió a acelerarse y la segunda ola no se hizo esperar.
Todo indica que esta vez ha quedado muy en claro la clamorosa falta que nos hace de cultura sanitaria. Realmente necesitamos una nueva costumbre social, pero que nazca, crezca y se desarrolle al interior del hogar. Una cultura que, aunque parezca mentira, tienen a los niños como a sus mejores agentes y protagonistas. Con todo lo que hemos experimentado y todo lo que aún nos falta experimentar, parece que ha llegado el momento en que los niños ya no tienen tantas cosas útiles que aprender de los adultos, como los adultos si tienen mucho que aprender de los niños.
Esto significa un cambio de actitud basado en un cambio de mentalidad. Una nueva forma de vernos a sí mismos y de asimilar nuevas conductas. El mundo ya no volverá a ser el mismo. Habrá otra normalidad. De eso no cabe la menor duda y tenemos que estar preparados.
Mientras tanto, toda fiesta familiar, amical o popular, por muy arraigada o significativa que sea, vamos a tener que posponerla para cuando retorne la nueva normalidad. En este momento, bailar entre amigos es bailar con la muerte.