Por: Eiffel Ramírez Avilés (*)
Frente a un mundo facilista y acartonado, hablar de filosofía es un claro acto de rebeldía. Pero hablar de ella es, naturalmente, un asunto largo e inagotable, por lo que nuestro objetivo por ahora es esbozar una provisional definición, así como también responder a una pregunta curiosamente atrevida y que cualquier persona se ha hecho alguna vez: ¿para qué sirve la filosofía? Comencemos.
Definir a la filosofía es arriesgado, pero no imposible. Podemos recurrir a tres pensadores ilustres, a fin de esclarecer su esencia. En primer lugar, fue el sabio griego antiguo, Pitágoras, quien señaló que la filosofía es una práctica contemplativa. Para ello, se valió de una didáctica metáfora. Imaginemos un festival olímpico –dijo–; en este hay hombres, como los atletas, que solo van a competir y a ganar fama; hay otros, como los mercaderes, que van únicamente a ofertar sus productos y buscar ganancias; empero, también hay unos terceros que no van ni a lo uno ni a lo otro, sino simplemente a observar el espectáculo, a contemplar el devenir de los hombres y las cosas. Estos últimos son, pues, los filósofos.
En segundo lugar, Sócrates, otro griego famoso, acotó un rasgo cardinal de la filosofía. Según su discípulo, Platón, habría dicho en su momento: «Una vida sin examen no merece la pena ser vivida». Con esta sentencia, Sócrates pretendió decirnos que el hombre debe estar constantemente pendiente de sus actos y tener la capacidad de, llegado el caso, criticarlos con severidad. Así, la filosofía es una reflexión de lo que hacemos y decidimos en nuestras vidas y, por eso, estamos llamados a someternos a un autoexamen para ver si estamos obrando bien o mal. Por su parte, Sócrates aceptó llevar hasta las últimas consecuencias su pensamiento y escogió morir antes que ir contra los principios que regían su vida. Como sabemos, un jurado lo condenó a beber un veneno, por haber presuntamente corrompido a la juventud con sus ideas. Él pudo haber huido o elegido una defensa exitosa; prefirió la integridad.
La filosofía puede ser, entonces, una contemplación del mundo y un autoexaminarse; sin embargo, hay que diferenciarla de otros saberes, como la teología o la ciencia. Fue el gran intelectual inglés, Bertrand Russell, quien afirmó –al principio de su History of Western Philosophy (1946)– que la filosofía tenía que distinguirse de la teología, en tanto que no se basaba en autoridades o revelaciones, sino en el puro ejercicio de la razón humana. A su vez, debía tomar distancia de la ciencia, ya que esta se centra en los conocimientos seguros o definidos, mientras que la filosofía apuesta más por la especulación, como cuando preguntamos: ¿el universo tiene algún propósito? Así, Russell calificó a la filosofía como un “No Man’s Land” (una tierra de nadie); esto es, como una zona intermedia entre la ciencia y la teología: se plantea dudas que la primera ya no puede responder, pero sin recaer en el dogmatismo de la segunda.
Ahora enfrentemos a esa cuestión que ha rondado, seguramente, la cabeza de muchos. ¿Para qué sirve la filosofía? Esta interrogante se difuminaría fácilmente, si la vemos de otra forma: ¿para qué sirve pensar? Pero, con todo, deseamos dar dos argumentos contundentes.
La filosofía, primeramente, está detrás de toda concepción exitosa de la tantas veces citada “dignidad humana”. ¿Alguien se ha preguntado de dónde se origina estas dos palabras que aparecen en muchas constituciones políticas y son el sostén de todo Estado moderno y respetuoso de los derechos? La fuente de la “dignidad humana” es la filosofía; y aunque ha sido discutida y teorizada por muchos filósofos, podemos rastrear a uno en concreto: el alemán Immanuel Kant y su tesis del imperativo categórico. Para este pensador, la “dignidad humana” se basa –en una frase que es ya clásica– en nunca tratar a un hombre como un medio, sino siempre como un fin. Luego, ningún ciudadano puede ser instrumentalizado o sacrificado en nombre de algún supuesto bien colectivo. Esa sentencia es la barrera frente a cualquier totalitarismo y abuso de poder. Los derechos humanos, que hoy profesamos a todos los vientos, encuentran, pues, su sustento en las palabras expresadas por Kant.
Desde otra perspectiva, la filosofía posee también una importancia capital. En sí, ella no tiene otra función que la de solucionar problemas humanos, sobre todo los más difíciles. Así, los asuntos peliagudos como la legitimidad del aborto y la eutanasia, la religiosidad o laicidad de un Estado, la objeción de conciencia, la redistribución de la riqueza, entre otros, no pueden ser resueltos ni por votación, ni por un truco legal, ni por una operación matemática; solo mediante argumentos filosóficos convincentes. El más conocido ejemplo nos lo dio el año anterior Ana Estrada. Como sabemos, esta ciudadana demandó al Estado peruano, para que se le aplique la eutanasia en caso ella lo solicitase. El juez constitucional que vio la demanda no podía resolverla leyendo y aplicando literalmente las normas de nuestro país; había vacíos sustanciales. Tuvo que apelar a la filosofía. Por eso, si hemos leído su sentencia, habremos visto que esta acusa recibo de Kant y su idea de la dignidad humana; del existencialismo y su propuesta del ser humano como libertad; además, termina por citar expresamente a Francisco de Vitoria y Tomás de Aquino, preclaros filósofos de antaño. En conclusión, ¿para qué diablos sirve la filosofía? Pues para tantas cosas, en verdad.
(*) Abogado, Filósofo (UNMSM) y actual Maestrista en Universidad de Barcelona