Opinión

INTOLERANCIA EN UN DOMINGO DE RAMOS

POR: GERMÁN TORRES COBIÁN

El fantasma de la intolerancia planea sobre el Perú nuevamente. Intolerancia es la falta de tolerancia, especialmente religiosa. Tolerancia es el respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias. El arzobispo de Arequipa, Javier del Río Alba, ha pecado de intolerante al hacer  un desafortunado comentario sobre los postulantes a las elecciones del 11 de abril. Durante su homilía en la pasada misa de Domingo de Ramos, solicitó a los asistentes y a  los católicos en general, no elegir a candidatos ateos o agnósticos porque “están destruyendo el país”. De estos políticos y de Francisco Sagasti, dijo: “Qué podemos esperar si nuestros gobernantes no creen en Dios, qué podemos esperar si uno es agnóstico, el otro ya dijo que deben quitar el curso de religión de las escuelas”.

Los medios de comunicación también nos reportan que  “el arzobispo  cuestionó la cuarentena de Semana Santa impuesta por el Ejecutivo, que tiene como fin evitar nuevos focos de coronavirus y que es aprobada por los médicos de las áreas Covid-19. Por esta restricción, Del Río comparó al gobierno con el faraón de Egipto del Antiguo Testamento. “Y quieren matar a Jesucristo en nuestros corazones, impidiéndonos celebrar la Pascua; como el faraón a Israel, él no quería que celebren la Pascua, no quería dejar salir a su pueblo, quería que esté encerrado igual como nos hacen a nosotros”. Asimismo, el arzobispo de Arequipa, calificó de hipócritas a los católicos que no van a misa por protegerse del contagio del coronavirus, a pesar de  que acuden a sus centros de trabajo el resto de la semana. “De lunes a sábado salen a trabajar, pero el domingo no van a misa porque hay que cuidarse, ¡hipócritas!”, sentenció. Hasta aquí, las barbaridades que bramó el cura Javier del Río, pero que felizmente han  tenido poca receptividad y eco en la opinión pública peruana.

Respeto a quienes comparten las ideas y confesión de don Javier del Río, tanto como a quienes  profesan cualquier otra religión, pero pienso que es preciso hacer una aclaración sobre su perorata en estos momentos electorales es los que una tendencia política claramente neofascista, representada por Rafael López Aliaga, del partido Renovación Nacional (afín a las ideas religiosas del arzobispo characato), es uno de los postulantes al sillón presidencial.  Del Río está en su derecho cuando expresa sus preferencias políticas esgrimiéndolos como artículos de fe. Sin embargo, los hombres comunes y corrientes tenemos la facultad de responderle sin más respeto que el que se debe a todo individuo, pudiendo discrepar sobre sus elucubraciones y  sobre su particular visión dogmática del mundo, que se contrapone a los conceptos que muchos no creyentes y agnósticos tenemos acerca del origen del universo, de la vida, del hombre y de los valores morales.

El dogma, entendido como verdad  inmutable o innegable de una ciencia, doctrina política o religión ha constituido reiteradamente  un atraso para la  evolución de las sociedades. Casi siempre conduce al fanatismo, es decir, al entusiasmo ciego e ilógico por algo o por alguien. El dogmático está persuadido de que su idea es la mejor y la única aceptable, por eso menosprecia las opiniones de los demás. El sacerdote del Río se encuentra en esa situación. Pero, la verdad es que su idea escolástica  de una deidad y de una verdad absoluta y universal para todos los hombres y sociedades se derrumbó   con el racionalismo de Descartes y se difuminó por completo  a lo largo del siglo XVIII con Voltaire, Diderot, D Álembert Montesquieu y otros. De su lado,  Sam Harris, Christopher Hitchens y Richard Dawkins, en este siglo, ratifican las ideas de los Ilustrados y se muestran de acuerdo en la puesta en cuestión de conceptos y divinidades a los que nuestros padres y la tradición nos acostumbraron desde niños.

Por otra parte, es un hecho incuestionable que  -sin que ateos o agnósticos tengan nada que ver-, los templos católicos se vacían cada vez más (mientras las iglesias evangélicas protestantes ganan sus parroquianos a través del mensaje de la solidaridad, que es, al fin y al  cabo, el meollo de los Evangelios); los discursos de los curas sobre Dios, el pecado y el amor cada vez suenan más huecos por viciados, repetitivos y falsos  (todos los domingos escuchamos al padre Carlos Rosell en RPP, y antes hemos oído a Cipriani); los confesionarios están vacíos; el clero católico se está secularizando y deja sus funciones sacerdotales muchas veces para trabajar más directamente por el bien común; las vocaciones sacerdotales disminuyen al extremo de que muchos seminarios están a punto de cerrar; los obispos ya no saben qué discurso  emplear para convencer a sus feligreses de que tras la muerte les espera la felicidad junto a Dios Padre; los antiguos creyentes  católicos sienten tambalear su fe.

Los no creyentes y agnósticos no nos alegramos por la situación que  hemos descrito en el párrafo anterior. Pero debemos confirmar el gran fondo de verdad que contienen. Como lo reconocen todos los clérigos, frailes y sacerdotes que están queriendo ponerse a tono con los tiempos (en medio de un caos sin norte que atraviesa el catolicismo), para hacerse más eficaces en la sociedad y cumplir con los Evangelios. Es buena muestra, el de aquellos religiosos anónimos que hacen un heroico trabajo solidario en los pueblos más olvidados del Perú. El caso del Padre Juanito es paradigmático en nuestra provincia.

Así pues, estoy convencido de que la mentalidad y la actitud de los fundamentalistas o integristas católicos nada tienen que hacer con el porvenir de la verdadera Iglesia de Cristo, porque el integrismo conduce a la intolerancia, al dogmatismo y al fanatismo, vicios que se deducen de las expresiones del arzobispo arequipeño. Carecen por eso de sustento  sus farisaicas afirmaciones contra los políticos agnósticos, ateos y contra sus propios feligreses.

En fin, hoy por hoy, debemos aclarar  los dogmas católicos estudiándolos bajo miradas y conceptos racionalistas para ver qué debe quedar de todo ello –de lo antiguo y de lo actual- y qué deben hacer los católicos para dar  un norte (algún norte, porque ahora la Iglesia Católica no lo tiene claro) a esta Iglesia que nos bautizó, que nos casó  y que muchos deseamos que sea, fundamentalmente, fuente de solidaridad, espejo de humildad, desprendimiento y amor al prójimo.