POR: GERMÁN TORRES COBIAN
En todas las obras cinematográficas o teatrales sobre Jesucristo, se nos muestra la captura del Galileo, su presencia ante Poncio Pilatos, Caifás y Herodes, su horroroso camino al Gólgota y finalmente su crucifixión y muerte. A la par, se nos ha presentado a una chusma judía pidiendo su ejecución. Sin embargo, tal vez interesadamente, se ha mantenido en segundo plano a los auténticos culpables de su condena y se nos han ocultado los verdaderos motivos por los cuales fue injustamente crucificado. La Iglesia Católica dice que Jesús murió por redimir los pecados de la humanidad; pero esta es una explicación dogmática que no satisface a quien reclama una respuesta histórica más o menos creíble.
Para acercarnos de una manera libre a los responsables y a las razones de la muerte de Jesucristo, no nos vamos a basar en los Evangelios porque éstos no son textos históricos en el sentido cabal de la expresión, sino que son escritos teológicos. También vamos a pasar por alto a muchos historiadores y filósofos racionalistas que sostienen la tesis de que la existencia de Jesús es puro mito o construcción religiosa, o, como mucho, que fue uno más de los cientos de predicadores que deambulaban por Israel (o Palestina, según se mire) protestando contra la ocupación romana de sus tierras. Nosotros, a la luz de las últimas investigaciones que se han publicado en torno al Nazareno, vamos a concederle una cierta historicidad a su existencia e intentar la búsqueda de la verdad de su muerte, en el marco muy complejo de aquella sociedad judía en la que vivió. Una sociedad humillada en su orgullo por la ocupación romana, que pisoteaba con frecuencia sus tradiciones. Una sociedad dividida en castas enfrentadas consigo mismas.
En la cima de la pirámide social estaban los judíos romanizados, que aceptaban la ocupación del imperio. Son admitidos en la sociedad romana y son los enemigos más odiados del pueblo judío que estaba agitado por una marea de revolución político-religiosa de signo nacionalista. En el poder están los saduceos, la aristocracia terrateniente; sus miembros están emparentados con la elite de los sacerdotes que gobiernan el país y gozan de grandes privilegios. No reconocen otra autoridad que la Escritura, interpretada de manera fundamentalista. Su conservadurismo les convierte en aliados del Imperio romano, que les garantiza sus privilegios. No creen en la inmortalidad, pero tampoco esperan, en realidad, al Mesías, y los rumores sobre la llegada de este liberador no les resultan nada agradables porque significaría su pérdida de credibilidad ante la sociedad. Los fariseos son una asociación de grandes agricultores, industriales y comerciantes quienes ante la predicación de Jesús se sienten irritados y aterrados. Para ellos, el Mesías tendría que ser un jefe político y un judío ortodoxo. Jesús no encajaba en este esquema.
Los zelotes constituyen el partido popular nacionalista: esperan el gran día de la liberación de Israel, pero creen que se logrará mediante la violencia. Judas Iscariote pertenecía a este partido. Por último están los esenios, una comunidad de tipo religioso cuya razón de vida es la de servir a Dios en la oración, en la fraternidad y en la coparticipación de la propiedad más absoluta. Sobre este conglomerado social está el aparato del poder romano. En estas circunstancias de tensión político-social y religiosa, aparece Jesús de Nazaret para quebrar todas las reglas y paradigmas de esa sociedad. Jesús empieza a expresar conceptos que constituyen las bases de un nuevo orden social. Jesucristo protestó vehementemente contra la injusticia. Era un antisistema; algunos sociólogos le han conjeturado como el primer anarquista de la historia. Agitaba al pueblo contra líderes judíos religiosos, autocráticos, hipócritas y antisociales. Los primeros enemigos que se ganó fueron los escribas y príncipes de los sacerdotes porque sus prédicas atentaban contra sus intereses económicos y religiosos. Éstos proyectaron su muerte. Así, Jesús es acusado de subversión y blasfemia ante el Sanedrín, controlado por los saduceos y la clase sacerdotal, y ante Pilatos, porque Cristo tenía todas las características de los enemigos de Roma. Fue por eso que el prefecto romano y los saduceos decidieron desaparecer a Jesucristo de aquel escenario. Ya estaba condenado cuando se le llevó ante los tribunales y sólo se buscó que el asesinato fuese todo lo “legal” posible. Judas, desengañado porque Jesús no era el Mesías que los zelotes esperaban, contribuyó a su arresto.
Jesucristo, pues, fue eliminado por asuntos político-religiosos, como uno más de aquellos “subversivos” que tanto estorbaban a los romanos y a las clases acomodadas judías. Es menester aclarar que no fue todo el pueblo judío el que condenó a Cristo, como se asevera tradicionalmente, sino sólo su elite. Es decir, Jesucristo fue asesinado por los poderosos de su época y por las mismas razones por las que fue inmolado el arzobispo de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero; por el mismo motivo por el que fueron tiroteados mortalmente el Padre Rutilio Grande, el jesuita Ignacio Ellacuría, el sacerdote español Antonio Llidó y tantos otros mártires del cristianismo latinoamericano y mundial, que llevaron hasta las últimas consecuencias su búsqueda de justicia social.