Opinión

SOLO SABEMOS QUE MURIÓ DE DOLOR…

POR: GERMÁN TORRES COBIÁN

Luis Cernuda, magno lírico español de la Generación del 27, dijo una vez: “El mayor defecto de un poeta es estar vivo”. Y para nosotros, es una triste verdad. Ángel Gonzáles era un gran poeta asturiano, profesor de literatura en una universidad norteamericana, a quien solo después de muerto se le reconoció su talento. Hacia 1980, Ángel Gonzáles nos emocionó profundamente cuando, en una entrevista publicada en la revista cultural cubana “Prisma”, leímos de él: “Vallejo me parece el poeta más importante de lengua española del siglo XX. Para mí, Antonio Machado es un poeta que sitúo en el siglo XIX, en el final del período romántico. Lo quito de este panorama y queda Vallejo”. Para nosotros, estas palabras también están llenas de verdad.

Tantísimas palabras dichas y escritas sobre César Vallejo. Tantas palabras, que nos hallamos en la circunstancia y  sentimos la impotencia de no poder ser más elocuentes con él. Nuestro cariño por César Vallejo y por sus palabras nos han convertido a muchos, en seres casi desbordados por el silencio. Es difícil añadir algo a todo lo que ya se ha dicho sobre la enorme talla universal del poeta santiaguino. Por tanto, vamos a limitarnos a constatar que, desde “Los Heraldos Negros”, para muchas generaciones de amantes de la poesía, César Vallejo fue el guía perenne que nos llevó a inquirir por las razones del dolor del Hombre. Su prosa y sus versos fueron referencias obligatorias en nuestra infancia, adolescencia y juventud. No desde la prédica distante, sino desde el amor inmediato, caliente y humano de su estremecedor testimonio. ¿Quiénes no han aprendido de sus palabras esa ternura, esa solidaridad, ese deseo profundo de proteger a otros seres  tristes, pobres y desamparados;, a todos: “ (…) el que parece un hombre,/ el pobre rico,/ el puro miserable, el pobre pobre”. ¿Quién no ha practicado su invocación a rezar “por los caminantes,/ encarcelados,/ enfermos y pobres”. ¿Quiénes, a pie juntillas, no hemos situado en esta y en anteriores épocas  nuestra búsqueda de una sociedad en la que se concrete la felicidad que soñó César Vallejo, en la que se haga realidad en plenitud los derechos humanos?. Siguiendo el sentido de sus huellas, sus palabras fueron, son, la nave capitana que enfilan nuestros oídos  hacia el llamado de los gritos desgarrados de los parias de la tierra, ahora callados, pero nunca enmudecidos.

César Vallejo, has hecho tanto por los hombres. César Vallejo, poeta y hombre, qué paradigma para mujeres y hombres. Poeta y hombre, qué roble lleno de ternura. Poeta y hombre, qué estampa plena de firmeza. Poeta y hombre, cristiano y marxista. Los versos de César y los del gran poeta andaluz Rafael Alberti, eran el bálsamo del herido en las noches tristes de la retaguardia de los defensores de la II República española. Sí, del mismo viejo Alberti que vivía un eterno verano en su natal Puerto de Santa María; el mismo joven Alberti con quien Cesar charlaba diariamente en el parisino Café Víctor Hugo; el mismo Alberti a quien le hacía mucha gracia ese enorme sombrero que bailaba en la cabeza de César; el mismo poeta Alberti a quien le conmovía la solemne pobreza de César y su dolor de hombre; el mismo Alberti que creía firmemente que César hubiese querido morir en España.

¿Por qué tanto dolor y tristeza en César Vallejo?. “Nunca he visto un hombre que pareciera más triste”, dijo Ciro Alegría, recordando a su maestro de Primaria. Juan Chabás, poeta cubano que le vio en Madrid durante la Guerra Civil española, recuerda: “Cuando se estaba cerca de él, hacía daño su dolor. Nos quemaba su tristeza. Era una llama prendida a sus huesos. De pronto todo él empezaba a resplandecer. Sus propias palabras, con brillo de cuchillos, de espadas, o encendidas como cohetes, lo envolvían en una febril exasperación de heridas. ¡Qué hombre de dolor entero, de agonía vehemente, de pasión como una brasa entre pecho y espaldas, era César Vallejo”!

En efecto, la reiterada presencia de su preocupación por el prójimo era el meollo de su obra. En “Los Heraldos Negros”, decía: “Todos mis huesos son ajenos;/ yo tal vez los robé! / Yo me vine a dar lo que acaso estuvo/ asignado para otros;/ Y pienso que si yo no hubiera nacido/ otro pobre tomara este café;”. Y en “Trilce” aseguraba: “Más sufro. Allende sufro. Aquende sufro”. J.C. Mariátegui, en la nota que dedica a César Vallejo en sus “Siete Ensayos” …”, diría: “Este es inconfundiblemente el acento de un  verdadero creador, de un auténtico artista. La confesión de su sufrimiento es la mayor prueba de su grandeza”.

¡Qué paradójica magnitud, sencillez y humanidad la tuya, César!. Por eso nos oponemos a tu mitificación. Un mito es lo que nunca ha existido; un mito es la idealización subjetiva de un personaje. Y tú nunca fuiste una idea abstracta. Tu fuiste un acopio de piel, músculos, huesos y sentidos sufribles. Todo entero, concreto, generoso y lleno de tristeza por el dolor de tus semejantes. Por eso sigues viviendo, porque has adquirido una nueva vida en la memoria de todos los que amamos tus palabras… ¡y somos tantos! Vives en cada rostro de humana nobleza, en cada actitud de llaneza austera, en cada mujer y hombre que cree en la justicia, vives en todas las voces con rotundidad sonora, vives en nuestra preocupación por el pequeño trabajo que podamos realizar en respuesta a las necesidades y problemas de los pobres  hombres y mujeres de este siglo.

César, ¿qué le estás diciendo ahora a Georgette?, ¿cómo le describes ese inmenso río de visitas que has recibido desde el 15 de abril de 1938?… Cuantas veces hemos ido a visitarte al evocar la fecha en  que te quedaste dormido para siempre. Y en este momento estamos recordando nuestra peregrinación de 1988, en tu 50 aniversario. Ese día acudieron a Montparnasse todas las razas del mundo; vimos a gente anónima que por toda identificación llevaba un ramo de flores en las manos; vimos grupos de jóvenes de todas las nacionalidades caminar hacia ti, abriéndose paso con banderas rojas  para colmar tu mausoleo de rosas y claveles rojos; vimos a muchos humanos cantando la Internacional; a otros llorando… no hay reglas ni protocolos cuando el pueblo expresa su admiración y emoción por los grandes hombres.

Y en el esplendor del homenaje, todos podríamos haber jurado, César, que nuestros corazones latían, multiplicados, junto a los latidos de tu corazón que se acompasaba a los nuestros. Fue entonces cuando todos los presentes comprendimos porqué moriste de dolor, César Vallejo…