Por: Miguel Rodríguez Liñán (*)
– ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierraaa!!! – grita desgañitándose Rodrigo de Triana en la punta del mástil mayor.
Pasan los años. Creo que antes de la llegada de Pancho Pizarro hay una o dos expediciones más, pero no recuerdo; en todo caso, a la tercera va la vencida. Llegan, lentos y estratégicos, los jinetes por la lejana montaña, con las terribles armas de fuego, seguramente apestando a jabalí, apestando a borrego, pero resplandecientes. Como habrás adivinado, broder lector, estamos en la bella Cajamarca, donde el Inca se relaja en sus Baños. Debe estar calato, sentado, las piernas estiradas, los brazos abiertos, con la tibia agua termal hasta el pecho, mientras hermosas cajamarquinas de la época, calatas también, lo bañan, lo masajean, lo asperjan. Luego, han de perfumarlo con esencias diversas, de pronto ungirlo con aceites especiales. Entre el baño y los aceites, lo más probable es que haya pasado alguito, que también es, por supuesto, de índole mágico-religiosa. El Inca nada con su estilo un par de veces la hermosa alberca de piedra. Sale goteando. Ahora ha de elegir una de las primeras indumentarias del día (será cambiado siete veces). A todo ésto, las cajamarquinas de la época se han puesto túnicas, salvo las más jovenes que limpian la piscina. Para empezar el día, el Inca elige con buen gusto una indumentaria ligerísima, de seda, adornada con plumas de pájaros tropicales, guacamayas probablemente. Las sandalias de cuero de chancho salvaje están tejidas con hilos de oro. El Inca es alto, maceteado, imponente. Ya de pie, brilla como un dios. Se prepara al primer ritual de un desayuno imperial de la época, con abundancia de frutas y jugos, aunque no se excluye alguna fritanga, algún charqui, de pronto un pedazo de cuy, supongamos una piernita. En ese momento, como para malograrle el desayuno imperial, le pasan el talán: por allá, en la lejana montaña, van cabalgando extraños centauros-jinetes.
– ¿Centauros? ¿Jinetes?
–Hay dos versiones, Señor– dice un informante.
–Tres versiones, Señor– dice otro con pinta de felipillo.
El primer informante dice que son monstruos (lo de centauro es mío) altísimos, de cuatro patas, dos brazos y dos cabezas, una grande y otra chica, y que están pegados. El segundo informante afirma que dichos monstruos tienen, efectivamente, dos cabezas, pero que la parte superior tiene dos patitas suplementarias, y que si bien están pegados, también pueden despegarse, él los ha visto.
Indiferente a estos detalles, mínimos o superfluos para él, el Inca ordena que salga una comitiva especial para recibirlos con todos los honores.
–Después veremos –añade; luego, llevándose a la boca imperial una tajada de guanábana–¿y cuál es la tercera versión?
Brilla un sol como seco, prácticamente ausente, esa mañana de malagüero en el cielo plomo de Cajamarca. El Inca alarga ambos brazos que, de inmediato, las bellas cajamarquinas de la época engarzan con pulseras y brazaletes de oro. El informante con pinta de felipillo, dice:
–Es el lenguaje, Señor.
–¿El lenguaje? Cuéntame. ¿Hablan esas fascinantes criaturas? Hablan como nosotros estamos hablando?
–No exactamente, Señor, pero es preciso admitir que hablan. Sólo la mitad del monstruo; la parte inferior lanza extraños ruidos que podemos llamar “relinchos”, si el Señor permite, puesto que el fenómeno ya ha sido rápidamente evaluado por nuestros Orejones lingüístas. En cambio, la parte superior habla como te estamos hablando, Señor.
Intrigado, el Inca ordena que quiten a los informantes los sacos de arena de la nuca, para que tengan el privilegio de mirarlo, para que le informen mejor. Acuden otros súbditos con sus respectivos sacos de arena en la nuca, liberan la codiciada nuca de los informantes. Sin embargo, éstos no alzan la cabeza. Como es de suponer, esperan la orden del Inca, que la da.
–Mi nombre es Atawalipa –dice–. Pueden llamarme Atawalipa.
Luego, pensativo, se les da la espalda unos instantes. Mira al cielo como de tormenta.
–Que los magos ejecuten el ritual de nuestro padre-madre– dice.
Un mago se atreve a interrogarlo.
–¿Por qué padre-madre, Señor?
–Porque da la vida y da la muerte, mago, nada más evidente.
La orden es acatada de inmediato. Al cabo de poco tiempo, el cielo comienza a despejarse: pronto ha de brillar el Inti en su esplendor. Mientras tanto, en la lejana montaña verde, los tres compinches –Pancho, Yago, el fraile Nando– cranean el ataque relámpago. Los planes de Pancho y Yago, lógicamente bélicos, se parecen. Pancho prefiere los cañonazos de entrada, para espantar a los falsos indios, luego las flamas y los perdigones del arcabuz, de los pistoletazos; Yago no desaprueba la ruda estrategia, pero en tanto que consumado espadachín, sugiere la utilización de cortos espadines, los largos no, dice, los cortos, los largos son buenos para el combate, lo que necesitamos es una rápida contundencia, el tiempo es oro. Ya medio que se pelean Pancho y Yago, en eso el astuto fraile Nando dice:
–La Biblia. Vamos a utilizar la Biblia. Dios ha de ayudarnos y venceremos gracias a la Santa Biblia.
Después de trazar, por un lado, el ataque bélico en detalle, alternando las armas de fuego y los espadines que ya había preparado Yago, se aprueba la sapientísima sugerencia de Nando, que después de todo sabe leer y escribir, hostia.
–El grito de ataque será: ¡Sant Yago!
Pancho se ríe burlón. Yago nada dice, hasta que Nando el letrado explica.
–En recuerdo a Sant Yago Matamoros que nos liberó de los moros. Y en nombre de la Sagrada Escritura, por el Santiago del Nuevo Testamento.
–Santiago, entonces– dice Pancho.
–Es lo mismo.
–Hay que ponerse de acuerdo –tercia Yago– personalmente, prefiero Santiago.
–Bueno, vamos… ¡Felipillo!
–El Señor esté con nosotros, con ustedes –dice Nando besando la Biblia–Yavhé es un Dios guerrero, su nombre es Yavhé, Exodo, capítulo 15, versículo, 3. Y nuestro Señor Jesús Cristo ha traído la espada. Adelante, muchachos.
–Nando no viene –le explica en el trayecto Pancho a Yago– mandaremos al hermano Vicente de Valverde con la biblia y la cruz.
La comitiva de recepción los recibe con honores; luego los guía, ya bajo un sol hermoso, a la gran Plaza. Entra Valverde solo, ya instruído. Felipillo traduce. Explica lo de dios y la palabra de dios. A la pregunta, que es de tipo espacial puesto que el Inca tiene ciertas nociones de astronomía, qué dónde está el dios, Valverde responde con una sola palabra vertical.
–Arriba– dice.
– ¿Y los monstruos? ¿Dónde están los fascinantes monstruos?
–No hay monstruo alguno– dice Valverde tan irrespetuoso, tan irreverente, tan insolente como al inicio.
En cuanto al dios de “arriba”, Atawalipa sonríe, él sabe que todo da vueltas, que todo es circular en todos los sentidos, que el propio universo es cíclico, que todo vuelve una y otra vez, hasta los dioses. La idea de un dios invisible, inmóvil, fijo “arriba”, le parece divertida, por eso sonríe. Ahora viene lo bueno. De un gesto tan brusco como inesperado, Valverde le da el libro. Atawalipa lo coge todavía sonriente. Lo sopesa, lo mira, lo soba, lo palpa. Se sabe lo demás: lo lleva a su oído izquierdo para escuchar la palabra, pero nada de nada. Entonces lo muerde, lo mastica y escupe, puesto que le sabe a tinta y papel. Lo arroja lejos de sí.
El hermano Valverde, totalmente fúrico y aturdido por lo que acaba de ver, empieza a dar gritos:
–¡Salgan, cristianos, salgan! ¡Al ataque! ¡Este perro enemigo muerde y bota la Palabra de Dios! ¡Pisotea la fe! Al ataque! ¡Yo los absuelvo! ¡Santiago! ¡Santiago! ¡Sant Yagooo!
(*) Escritor y Poeta radicado en Francia.