Opinión

TORRE EIFELL

Primera Parte

Por: Miguel Rodríguez Liñán (*)

In memoriam para el poeta Jaime Guzmán Aranda que se fue divulgar la literatura chimbotana en  la constelación de Orión.

Los divinos prados y campos del verano, suaves como muslos de rubia al amanecer –¡Ay! ¡Una sola vez!–, Jacqueline Major de Fouquet, por ejemplo. Estoy en el tren de altísima velocidad, el famoso TGV color acero, color azur, admirando la vigencia eterna de los paisajes, de los divinos prados y campos ahora quemados por la nieve e iluminados por las pirotecnias del atardecer. Vuela el tren, perfora el espacio gris opaco, mientras que la bola de lava del sol esparce sutiles menstruos de cualquier mujer, lilas, rojos, anaranjados. Entonces pienso en el lobo del sol, en su garganta filosofal. Y mi yo aquel, pasajero del tren del ser y de la nada, apunta hacia la Pastora de puentes.

El tren vuela a ras de los rieles luminosos, a 300 kilómetros por hora, y en mi memoria vivaz los divinos prados y campos vistos este verano vuelven a configurarse y ya no veo los paisajes quemados. Además, parece que quisieran detenerse. El maravilloso tren cromado sigue perforando el espacio y tragando los trozos de la tragable distancia. Estoy en un magnífico vagón de primera clase, entre Marsella y Aviñón; luego volaremos a 500 kilómetros por hora, hecho que siento como una magia. Todo es magia. La vida es magia. Magia pura son los campos nevados en el oro viejo y naranja rembrandt del sunset. Precisamente, recibo el atardecer como recibir mandarinas, granadas abiertas y rosas –todo en bandeja– de manos de la mujer amada. No serás tú, Jacqueline, desgraciadamente, pues sólo a tí, narcisa, te amas. Mosca. Eso que crees amar puede ser tu sombra en la famosa caverna platónica. ¡Rubia de mis arquetipos! ¡Franchute de delicias! ¡Gran capacidad felicidad te deseo! ¡Y que logres más mar y más amor! Como los órganos del mar.

Ayer nomás. Aix otra vez y siempre. Apenas tengo cuarentaiún abriles. Soy un chibolo. En fin. Desde que cumplí cuarenta, empezaron a gustarme las bellezas, las normales, las regulares e incluso las feítas de treinta y cinco p’arriba, pues antes era chibolero, exigente y boquisabroso para el sexo. Hoy, caballero. Jacqueline es todo lo contrario de una feíta, es una tremenda hembra la maldita, rubia oro con dos diamantes en lugar de ojos, debe tener unos treinta y cinco y está a punto como una chirimoya. En fin. Ya empezaron a gustarme las maduritas. Ayer nomás. Aix otra vez y siempre. En el Cours Mirabeau o Corso Mirabello, estaba admirando a las bellezas (y a las otritas también), toda una gama de chirimoyas francesas. Concentrado, las miraba con los ojos matinales de un ser de los vientos. Todas las mujeres que lo dan y gozan recibiendo son divinas. Todas ellas merecen el rango de diosas, de diablesas. Y eso eres tú: una magnífica diosa-diablesa. Estaba pues en Aix imaginando los asuntos de fresa de esas hermosas viejas. El sol de las nueve era como la trigonometría de la miel y yo escrutaba la estatua del rey René. De pronto, mi café se transformó en algo rubio y celeste. Hubo un slip de encaje negro oscilando desde los muslos hacia abajo. Era un ser fabricado con oro y durazno. El mundo fenomenal se convirtió en fruta –excluyendo al áurico metal. Aix-en-Provence es la patria de la inaudita Jacqueline Major de Fouquet. Reina rubia y loca de una noche más loca y más rubia todavía. Reina de mi hombría feliz en la delicia de tus honduras de cereza.

Estas líneas impregnadas de amistad van para Isabel y Félix Calonder, por el hermoso regalo recibido esa tarde en su espléndida residencia frente a la Place d’Albertas. Toqué el timbre. Subí por las escalinatas como un gran señor. Nos saludamos. En ese instante, los cuadros que vi me parecieron vivientes; me senté en tremendo sillón de cuero y quedé fascinado por una placa de cristal sobre la rueda de una antigua carreta. Encima, todavía veo un jarrón de flores: los girasoles de Van Gogh. Todavía veo parpadear el rojo corazón de la chimenea. Todavía veo ese fuego. Todavía paladeo el ron y el fuego del afecto. « Me voy a París », les dije, « ¡voy a trabajar en la Unesco! »

Hasta que llegó el día. Chupando caramelos de mentol para disimular el tufo turrón, elegante,  nimbado de Kenzo, y estilizado por los nervios, penetré en el sistema visceral de la Unesco, un histórico 20 de enero del 2003 después del Christos. Minutos atrás había visto a la Torre ingurgitando retazos de bruma, mon très cher Guillaume Apollinaire. Minutos atrás había permanecido como idiotizado, maravillado y estático en la esquina de l’avenue Ségur y l’avenue Suffren. « Por la putamadre, voy a trabajar en la Unesco », reflexioné seriamente, y al hacerlo se lo recriminé a la Torre. Minutos atrás –antes de los caramelos anti tufo–, un cigarro y un café. « ¡Oye tú, Pastora de puentes, langosta de hierro! » Eran las nueve menos diez cuando empezó a caer el mil veces maldito aguacero.

Días antes de venir a París, allá en Marsella la bella vagabundeaba por el mercado asiático –Halle de la Croix– cuando recibí esta visión. Por algún efecto de la luz vi palomas rojas y anaranjadas picoteando los toldos budistas de Vietnam, de Oriente. En la rue Longue des Capucins me capturó un olor de carnero asado. Decidí comprar una cabeza de carnero… ¡y las palomas rojas y anaranjadas seguían revoloteando en mi mente! El simpático, redondo, bigotudo señor moro de la carnicería me preguntó si en Tailandia también apreciábamos y comíamos cabeza de carnero, a lo que respondí: « ¡Pues claro señor! Mais bien sûr Monsieur! ¡Con culantro y salsa picante! » Cabeza de carnero en la mochila, regresé hacia le Halle de la Croix –el Mercado de la Cruz– casi en el nirvana. Vi hermosas fachadas ocre amarillo crema. Vi unos postigos que me parecieron los más hermosos de Francia. Volví a recorrer el mercado. Volví a ver, con los ojos del dios, mangos, gombos, coliflores, yucas, plátanos. Volví a ver repollos venidos directamente de Venus. Volví a ver redondos regimientos de repollos. Volví a extasiarme ante los tomates y las peras junto a la artillería ligera de los pimentones rojos y verdes, brillantes, casi alucinantes. Conversé con los fálicos calabacines y las fálicas berenjenas. De regreso a casa, coloqué la cabeza de carnero en el frigider –como si fuera un objeto sacro. Luego salí a seguir paseando por las santas calles de Marsella. Eran las cinco y diez.

(*) Escritor y Poeta radicado en Francia